jueves, 31 de julio de 2025

Prisioneros

Algunos manuales bizantinos de estrategia militar 
recomendaban no tomar prisioneros. Ejércitos, 
regímenes e incluso poetas han repetido esa consigna cruel

 Foto/National Museum of the U.S. Navy

Por David Toscana

En Las aventuras del buen soldado Švejk, Jaroslav Hašek pinta un personaje como sin duda han existido y existen muchos. Se trata del coronel Friedrich Kraus, que, pese a ser “un idiota como pocos”, “un imbécil rematado”, progresa fácilmente en el escalafón militar. Hašek aprovecha para compararlo con el emperador. “Si analizáramos sus facultades mentales, llegaríamos a la conclusión de que no eran mucho mejores que las que habían hecho célebre a aquel Habsburgo repugnante, Francisco José.” Y de la imbecilidad pasa a describir sus rasgos inhumanos.

Nos cuenta que el tal Friedrich Kraus era muy cristiano; iba a misa, comulgaba, se confesaba y mucho rezaba para que llegase al mundo la hegemonía germana. Y cuando leía en algún periódico que se habían tomado prisioneros, exclamaba: “¿Por qué prisioneros? Habría que fusilarlos a todos sin piedad. ¡Bailar en medio de los cadáveres! ¡Quemar a todos los civiles de Serbia, no dejar suelto ni uno! ¡Matar a los niños a bayonetazos!”.

Una vez pintado como idiota y desalmado, Hašek nos dice que Kraus “aplaudía e incluso superaba las tesis del poeta alemán Vierordt”.

Este poeta, Heinrich Vierordt, originario de Karlsruhe, se volvió de fama infame por un poema en el que llamaba a los alemanes a odiar a sus enemigos franceses durante la Primera Guerra Mundial. Aquí prosifico lo que está en verso y que inspiró a tantos alemanes: “¡Odia, Alemania! Degüella a tus millones de enemigos. Levanta un trofeo con sus cadáveres humeantes. Atraviesa con tu bayoneta el corazón de cada enemigo. No tomes prisioneros. Acaba con ellos. Aplasta sus cráneos con golpes de tu hacha y con la culata de tu fusil. Ellos son bestias, no seres humanos.” Y así continúa.

Escribió poemas a la naturaleza, a una madre que perdió a sus hijos, al vino, a los amigos, al cartero del pueblo, a Lázaro, a Jesús, a tantas cosas que se pueden celebrar, pero le ganó lo que no debe ganarle a los poetas.

Luego de la Primera Guerra, se entusiasmó por el nazismo. Aplaudió la quema de libros y compuso una alabanza a Hitler. “Eres más que rey y káiser, eres quien une al pueblo”. Murió mes y medio después de su adorado Hitler, quizás de tristeza. Y apenas fue en el año 2017 cuando alguien propuso cambiar de nombre la calle en Karlsruhe que conmemoraba a tal versificador. Para no cambiar los letreros, la calle se sigue llamando Vierordtstrasse, pero ahora conmemora al abuelo del poeta, que fue médico.

El poeta Serguéi Yesenin vivió en un mundo con euforia bolchevique. Famosamente dijo: “A la Revolución le entrego todo, excepto mi lira”.

Pero vuelvo al soldado Švejk y el asunto de los prisioneros de guerra.

Un manual bizantino de estrategia militar habla de los prisioneros. En caso de que el enemigo se aproxime, “los prisioneros, aún maniatados, deben utilizarse como escudo. El enemigo evitará usar sus flechas en consideración a ellos, o si disparan, matarán a los suyos en vez de a los nuestros”.

Más adelante dice que, en caso de verse en una posición de desventaja, el general debe llegar a un acuerdo con el enemigo. Pero si aquellos no están dispuestos a negociar, “entonces los prisioneros deben ser pasados por las armas ante los ojos del enemigo”. Los prisioneros han de servir también para probar el agua o el vino o cualquier suministro que se halle en el campo contrario.

Otro manual bizantino es más explícito. Ante la misma situación de desventaja, dice que el general “debería matar inmediatamente a los prisioneros de guerra por dos razones. De este modo, el ejército del general procederá a la batalla con todas sus fuerzas, sin soldados entretenidos en cuidar a los cautivos, y porque la matanza de sus compatriotas infundirá una gran cobardía en el enemigo”.

Este asunto de la cobardía se debate en otros textos con conclusiones contrarias. Si no se garantiza la vida de los cautivos, el soldado luchará valientemente hasta la muerte, antes que verse prisionero.

Lo mismo que el coronel Kraus, los generales bizantinos están plagados de religiosidad. Los ejércitos avanzan con clérigos y: “Por sobre todas las cosas, el general y su ejército deben quedar limpios de pecado antes de la batalla”. No sea que una espada enemiga los mande al infierno.

Victor Davis Hanson, en su libro A war like no other, hace un recuento de al menos veinte ocasiones en que, durante la Guerra del Peloponeso, los prisioneros de guerra fueron sumariamente ejecutados.

Estoy en Budapest. Cerca del parlamento hay unos guardias de seguridad con uniformes que parecen venir de hace un siglo. Los que tienen sobrepeso hacen pensar en el buen soldado Švejk, que en la cuarta parte del libro se vuelve un prisionero de guerra. Se sabe que en la construcción del balneario Gellért participaron prisioneros de guerra. En la caminata de ayer, fui a ver las ruinas del foro romano, y a un lado me encontré un monumento a los quince mil prisioneros polacos que los soviéticos ejecutaron en Katin. Caminando de regreso, pasé frente a un viejo centro penitenciario. Sólo verlo inspiraba espanto. Una placa conmemoraba a las víctimas del comunismo que ahí habían sido torturadas y ejecutadas. Junto al sitio donde me estoy quedando hay un museo de la malograda Revolución Húngara de 1956. Ya como remate visité la Casa del Terror, que no exhibe monstruos ficticios sino reales.

Mucha literatura húngara cuenta esos y otros horrores. Ahí está Imre Kertész.

También, desde el cadáver tibio del Imperio Austrohúngaro, los cuenta Jaroslav Hašek… y nos hace reír.

© Letras Libres

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