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Por Guillermo Piro |
Leyendo la Historia de mi vida de Charles Chaplin encuentro un pasaje encantador. Chaplin, en la cima de su carrera, sale con una chica y como se espera de un caballero la lleva a un restaurante neoyorquino de categoría. Pero en lo mejor de la cena el espectáculo en vivo se ve interrumpido por un certamen inusual: el presentador invita a los presentes a acercarse al escenario y dar rienda suelta a sus dotes actorales imitando a Chaplin, algo que, naturalmente, Charles se niega a hacer, sencillamente porque él es Chaplin y su participación en el certamen dejaría a todos indefectiblemente fuera de juego. Pero su invitada insiste en que participe, Chaplin cede, sube al escenario, realiza una rutina. El hecho de que no estuviera maquillado lo hace irreconocible y, a pesar de su performance perfecta, obtiene el tercer puesto. Ni siquiera el segundo: el tercero. Alguien imitaba al propio Chaplin mejor de lo que él mismo era capaz de hacerlo.