Por David Toscana
Ahora que tendremos una nueva generación de jueces, me vinieron a la cabeza algunos episodios de la historia y la literatura en los que se habla de estos impartidores de justicia e injusticia. Comienzo con una crónica de la Historia de Heródoto.
El rey Cambises mandó degollar y desollar de la cabeza a los pies a Sisamnes, que había figurado entre los jueces reales, por haber pronunciado un fallo improcedente a cambio de cierta suma de dinero; y, cuando le hubieron arrancado la piel, el monarca ordenó que la cortaran en tiras y que con ellas forrasen el trono en el que Sisamnes tomaba asiento para impartir justicia. Una vez tapizado el trono, Cambises designó para el cargo de juez al hijo de Sisamnes, recomendándole que, al emitir sus fallos, tuviera presente en qué trono se hallaba sentado.
Valerio Máximo retoma la anécdota de manera más breve: “Cambises dio muestras de una severidad inusitada cuando ordenó que despellejaran a un juez corrupto, y que extendieran su piel sobre la silla en la que se sentaría su hijo para impartir justicia”. Y por si quedara duda, explica que Cambises “procuró con este castigo nuevo y atroz que ningún juez se dejara corromper en el futuro”.
También tienen su castigo los dos jueces lujuriosos que acusan de adulterio a la bella Susana en el Libro de Daniel, precisamente porque ella no acepta adulterar con ellos. Cuando se revela el chantaje y la mentira, los jueces terminan condenados a muerte por lapidación.
Cuando Sancho se convierte en gobernador, don Quijote le aconseja: “Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”.
Válido el consejo, pero en los Proverbios bíblicos se advierte contra esto. El juez no ha de conocer al acusado puesto que será más fácil la aparición de tal misericordia cuando se juzga a un amigo o pariente. Sebastian Brant lo expresa de este modo en La nave de los necios: “No obra rectamente quien en el juicio, por amistad, mira a uno a la cara, y él mismo también, por un bocado de pan, abandona la verdad y la justicia. Juzgar rectamente es propio del sabio; un juez no debe conocer a nadie”.
Sobre esto mismo, Chéjov escribe en un cuento que “los jueces novatos suelen turbarse al ver conocidos en la sala; y cuando tienen que juzgar a un amigo dan una impresión de total desconcierto y quisieran que se los tragase la tierra”.
Montaigne también pone su grano de arena: “Por honrados que sean los propósitos de un juez… la simpatía hacia la amistad, el parentesco, la belleza o la inclinación a la venganza… pueden insinuar insensiblemente el juicio hacia la benevolencia o malevolencia en una causa, y hacer que la balanza se tuerza”.
Platón le dedica hartas páginas al tema de los jueces y la justicia en su República y en sus Leyes. Valen estas líneas como botón: “El buen juez no debe ser joven sino anciano: alguien que haya aprendido después de mucho tiempo cómo es la injusticia, no por haberla percibido como residente en su propia alma, sino como algo ajeno que ha estudiado en almas ajenas durante largo tiempo, un mal cuya naturaleza ha logrado discriminar por medio de la ciencia, sin tener que recurrir a la experiencia propia”.
Tal parece que haber sufrido la injusticia en carne propia hace que el magistrado tenga cuentas pendientes.
San Isidoro indica que hay cuatro motivos por el que un juez tuerce su juicio: por temor, por codicia, por amor y por odio. Yo agregaría la obediencia y, sobre todo, el espíritu de partido. Por supuesto, la ignorancia, la incompetencia y la estupidez pueden dar juicios torcidos, pero no son motores para torcer el juicio.
Los cambios de gobierno, del partido en el poder, del líder, suelen provocar que los jueces decidan distinto aun sin que existan cambio en las leyes.
La justicia se representa con los ojos vendados y con una balanza cuyos dos platos están vacíos y en equilibrio. Si una de las tareas de un juez es sopesar pruebas y argumentos, al final de un juicio un plato debe pesar más que el otro. La metáfora de la ceguera de la justicia para indicar su imparcialidad me parece forzada. La prefiero con los ojos bien abiertos. Sobre todo porque en la otra mano lleva una espada.
Sin embargo, estoy con Pedro de Rivadeneira cuando la explica así: “Los antiguos pintaban la justicia ciega, porque no ha de tener ojos para ver al amigo ni al enemigo, al natural ni al extraño, al noble ni al ignoble, al pobre ni al rico.”
Con una justicia ciega, Menelao habría condenado a muerte a Elena, y sin embargo la belleza ha de tener perdón. No sé cómo le habría ido a la misma Elena con don Quijote, que aboga por una justicia ciega y sorda: “Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros”.
Extrañamente, Pedro de Rivadeneira, luego de hablar de la justicia que no ha de tener ojos para ver al pobre ni al rico, dice: “Aunque cuando trujeren pleito el rico y el pobre, y la justicia estuviere tan dudosa, que no se pueda averiguar por ninguna vía, deben los jueces favorecer más la causa del pobre que la del rico”. Esto contradice la palabra del dios del Éxodo: “No distinguirás al pobre en su causa”.
Y ya que andamos bíblicos, el mismo Éxodo sentencia: “Y no aceptarás soborno, porque el soborno ciega aun al de vista clara y pervierte las palabras del justo”. Josefo es categórico con respecto al que viole este mandato: “Si un juez acepta soborno, es castigado con la muerte”.
Tantos atributos ha de tener un juez, que su corrupción es más grave que la de otros mortales, en vista del adagio corruptio optimi pessima.
Como si fuese un consejo para estos días, Juan de Mariana dice: “Lo que más importa es elegir jueces en cuyo ánimo no tenga cabida nada que les aparte de la consideración de la verdad, sean de agudo y elevado entendimiento… aprecien más su buen nombre que todas las comodidades y ventajas, odien la codicia y no reciban jamás dádivas de nadie”.
Suena bien, pero se nota que pululan las bacterias cuando ciertos partidos apoyan a ciertos candidatos. Justicia partidista. Ahora se vuelve ciega de verdad y la balanza ya lleva peso en uno de los platos. Y aun queriendo ensalzar las virtudes de los jueces, nos caen encima las palabras de Madame de Staël: “El espíritu de partido es la sola virtud que convierte en virtud la destrucción de todas las virtudes”.
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