Samuel Beckett
Por Bruce Swansey
Durante mucho tiempo la obra de Samuel Beckett fue considerada ininteligible. Desde sus primeras producciones hasta hace poco, sus textos fueron percibidos como expresiones de angustia existencial cuyo significado era escamoteado del público que ha permanecido a oscuras, sumido en el pasmo reverencial.
A 72 años del estreno de Esperando a Godot en el Théâtre de Babylone en París, la historia de su recepción prueba la riqueza inagotable de una obra indiferente a su público. Beckett murió en diciembre de 1989 sin que su obra haya perdido la fuerza de una revolución que empieza y termina con él.
El asombro es compartido por los espectadores y la crítica. Desde la izquierda ortodoxa, Lukács condenó el trabajo de Beckett como ejemplo de la decadencia capitalista y del individualismo burgués que prefería escapar del realismo refugiándose en abstracciones gratuitas. El existencialista Sartre en cambio lo consideró un compañero de viaje en la tarea de desplazar al sujeto al margen. Adorno pensó que se trataba de la organización de la falta de sentido. Deleuze lo calificó como estética del agotamiento. Blanchot adujo que se trataba de un lenguaje que se hablaba a sí mismo, un metalenguaje circular. Esslin lo etiquetó: absurdo, una denominación que permanecería hasta nuestros días. Para el escritor irlandés John Banville, un silencio clamoroso: ahora que las etiquetas acuñadas en los 50 han caído en desuso –observó en 1969– podemos ver cómo su escritura hinca sus raíces en lo común. En su trabajo el objeto brilla en toda su inmanencia: el momento en Beckett tiene un peso extraordinario.
Algunos dudan incluso que Esperando a Godot, Fin de partida, Krapp y Textos para nada sean teatro. Y, a falta de entender de qué se trata, la etiqueta de “absurdo” consuela al público y a la crítica de su incapacidad cognitiva. El término es lo suficientemente vago como para simular una inteligencia mínima de obras que niegan al espectador la más mínima concesión. Su indiferencia ante las expectativas exige del público una especial concentración que ni siquiera ofrece recompensa. No solo son obras abstractas, sino áridas y desesperanzadoras, arraigadas en espacios anónimos con figuras que ni siquiera llegan a ser personajes, inmersos en acciones que tampoco tejen una trama con desarrollo, clímax ni desenlace, nada de dónde asirse en un medio de un flujo ininteligible. Para el espectador educado dentro del realismo sentimental, una tomadura de pelo porque las figuras que pueblan los escenarios de Beckett no ofrecen tampoco rasgos con los cuales identificarse. Beckett no solo no busca la empatía, sino que la rechaza mediante la distancia emocional. La humanidad de las figuras ha desaparecido bajo una lente deformante que las aplasta y reduce a unos cuantos rasgos negativos, atadas al yugo de relaciones inhumanas. Una concepción pesimista de la condición humana dedicada a labrar su propia perdición
El teatro de Beckett es una alegoría cristiana, una fábula pesimista, una rebelión contra Dios, un grito en el vacío, una oración, el discurso desquiciado de un psicótico que escucha voces invasoras, un rito, la coronación y el canto de cisne de la modernidad, todo eso y más: un umbral en donde el tiempo se detiene en un presente dilatado.
Samuel Beckett nació el 13 de abril de 1906 en Irlanda, en el seno de una familia protestante y próspera en Cooldrinagh, la casona eduardiana que su padre construyó en Foxrock, un suburbio de Dublín. De pequeño su madre lo llevaba junto con sus hermanos al Gaiety Theatre a ver las pantomimas y las operetas de Gilbert y Sullivan. Esta cultura popular habría de dejar huella en la memoria y el sentido del humor del joven Beckett. A los 17 años ingresó en el Trinity College, donde conoció el trabajo de Paul Éluard, André Breton y René Crevel. Quizás allí forjó el amor por la libertad, algo que confesaría incapaz de explicar, sin que eso disminuyera la urgencia de lograrlo. Además de estos poetas franceses, Beckett leyó con avidez a los clásicos: Maquiavelo, Petrarca, Ariosto y sobre todo Dante, cuyo infierno y purgatorio encuentran en el camino o en la habitación, a veces solo en un rayo de luz concentrada, los espacios ambiguos que contienen a los personajes. Shakespeare y Milton, cuyo paraíso perdido encontró tierra fértil, Burton y su reflexión sobre la melancolía, Swift, el maestro de la ironía, Bacon y Pope complementan sus intereses en Trinity, junto con el teatro contemporáneo irlandés, con las obras de Sean O’Cassey que se montaban en el Abbey Theatre y que en su momento representaron una revuelta contra los diques culturales nacionales.
Beckett habría de trabajar un período en el Trinity College, dando un curso sobre Molière, que le descubre el poder de la gestualidad. Un elemento que su amor por el cine de Chaplin y Buster Keaton enriquece, predilección que años después llevaría al cine en la única película que filmó precisamente con Buster Keaton.
A pesar de su vocación literaria, Bill Beckett, el padre, esperaba que su retoño se dedicara a algo útil, como hacer dinero. Pero Beckett no podía ser fiel sino a sí mismo y así pasa dos años en París, entre 1928 y 1930, donde Eugene Jolas lo pone en contacto con su compatriota Joyce, a quien servirá como secretario, inflamando las ilusiones de Lucia Joyce. Beckett habría sido su marido ideal de no ser porque prefirió su independencia.
Beckett regresa a Dublín en 1930 para trabajar en el Trinity como maestro de literatura francesa, pero ni el trabajo ni el país fueron de su agrado: “¿cómo se puede escribir aquí, donde cada día vulgariza la hostilidad transformándola en enojo y en petulancia?” (Damned to fame, 124)
Como Sheridan, Wilde y Joyce antes, Beckett tampoco se encontró a gusto en una teocracia nacionalista. Irlanda lo oprimía. Al borde de una crisis nerviosa, emprendió el camino del exilio. Su estancia en Londres entre 1933 y 1935 lo haría el extranjero por excelencia, para recordar el célebre título de Camus (cuyo libro leería y admiraría), rechazado por ser irlandés, reducido a la caricatura del “paddy”, el estereotipo del inmigrante irlandés. Beckett pudo verse a sí mismo desde la mirada del otro, sentirse ridiculizado, ser una caricatura involuntaria. Había viajado a Londres para psicoanalizarse, que estaba prohibido en Irlanda. Una experiencia de vida que habría de trasladarse a la escena, un espacio que rechaza los pretextos y ayuda a controlar el pánico.
Volvería de nueva cuenta a Irlanda en 1937, un par de años. El provincialismo, la represión y la mezquindad le repugnaron. La miseria de vivir entre conocidos lo conducen a una soledad blindada, como Krapp bajo el haz que se le desploma aislándolo. Con Schopenhauer, cree que el sufrimiento es la condición de existir.
En adelante, haría de París su residencia permanente. Allí su círculo estaba constituido por Duchamp, con quien jugaba al ajedrez, Wolfang Palen, Picabia, Kandinsky, Peggy Guggenheim –con quien tuvo un amorío– y, desde luego, los Joyce. En esta época conoce a quien sería su pareja durante los años del éxodo, la ocupación nazi y la resistencia, en la que Beckett participó como parte de la célula Gloria SMH.
La posguerra trajo la paz y con ella la angustia metafísica que lo deprimía. Sin embargo, Beckett había encontrado la forma para controlar el desánimo mediante el humor. En este contexto ocurre lo que llamó una “revelación”, de la cual da testimonio en Krapp: el descubrimiento de que la oscuridad que siempre lo había perseguido era a la vez la luz ígnea del conocimiento, una oposición sintetizada en el entendimiento de lo que significa la experiencia. Alrededor de esta vivencia se funda la estética de Beckett, que se decanta por la oscuridad como conocimiento y la economía extrema de recursos. Joyce había llegado al límite de lo que es posible decir. En adelante, Beckett desmontaría esa abundancia ciñéndola al rigor de un lenguaje exento de todo lo que no fuera esencial para crear alternativas frente al realismo que Joyce había agotado. Lo que a Beckett le interesa es el objeto en su pureza, desnudo de atributos. Amor por el lenguaje y al mismo tiempo crítica del lenguaje, Beckett se empeña en crear una obra destilada.
Entre 1946 y 1953, produce gran parte de las obras que lo situarán en el centro de la modernidad, al lado de dramaturgos como Ionesco, Genet y Adamov, que habían creado un teatro distante del realismo. Esperando a Godot no surge de la nada, sino que dialoga con artistas empeñados en dar cuenta de lo que el realismo oculta, de una realidad que se le escapa al querer hacerla inteligible. En cambio, saber que se está más allá o más acá del conocimiento abre una rendija a través de la cual la realidad se puede aprender en lo que tiene de más inaccesible, en su horroroso azar.
Según el propio Beckett, Godot surge de una imagen, por cierto esencialmente romántica, de Caspar David Friederich: un hombre visto de espaldas ante el horizonte. Vladimir y Estragón, como algunas figuras de Friederich, están cautivados por la luna. Pero en Godot también hay el sedimento de Descartes, Kant, Schopenhauer y Heidegger a ritmo de music hall y en clave de vaudeville, la filosofía en el circo, mientras esperan que algo suceda o que alguien llegue, un motor poderoso en escena como sucede en A dream’s play, de Strindberg, y en Les aveugles, de Maeterlinck, obras que Beckett conocía bien. “Todo teatro es una espera”, afirma. Es la espera también de quien desea ser liberado del campo de concentración, presente en la relación entre Pozzo y Lucky, una relación asimétrica del amo y el esclavo que Hegel analiza y que va más allá de la brutalidad que somete a la víctima para crear una simbiosis. Por eso Godot tuvo un enorme éxito cuando fue representado en la prisión de Lüttringhausen, en Alemania, en 1953. Un prisionero es alguien que entiende la espera. La experiencia se repetiría en 1974 en San Quintín. Beckett consideraba las cárceles como espacios inhumanos y su solidaridad era con los presos, no con los guardianes. El mundo quizá era una prisión también y algo de eso se advierte en su teatro, donde cada cual es recluso de sí mismo.
El final de la década de los 50 llevó a Beckett a intentar un paso más allá del lenguaje silenciándolo. Así escribió Acte sans paroles para un mimo, pensando en la gestualidad de Buster Keaton, de Ben Turpin y Harry Langdon, cuyas rutinas del teatro de variedades que cautivara a Beckett de niño, habían sido incorporadas por el cine. El tema en esta pieza es tantálico: la sed ante una jarra con agua inaccesible. Sus Textos para nada persiguen esa línea de pureza extrema, el filo entre las palabras y el silencio.
Beckett no aspiraba al teatro como escuela de costumbres ni como púlpito. Tampoco le interesaba instruir ni mejorar al público, al que no deseaba entretener y cuyo posible aburrimiento lo dejaba indiferente. Quería, en cambio, que el teatro fuera la poesía que ha naufragado en el vacío del que emerge para resonar en un nuevo espacio. Comparte con Borges el compromiso exclusivo con su proyecto artístico, así como haber ganado los dos el Prix Formentor. Escribir, declara, es acceder a lo que está debajo de la superficie donde el tono y el ritmo son fundamentales. Se diría que sus piezas son semejantes a las partituras porque tienen la ambigüedad de las frases musicales abiertas al tempo del intérprete. Para el montaje de Play, por ejemplo, insistió en lo que definió como recto tono, un tono similar al de los monjes al leer la escritura sagrada. O la importancia del eco en Fin de partida. O, por el contrario, de las interrupciones que rompen el hilo en Happy Days.
Cuando en 2016 Bob Dylan obtuvo el Nobel, hubo consternación, primero, porque se le consideró indigno de recibirlo y, segundo, porque no asistió a la ceremonia. No es la primera vez que ocurre. Sartre lo rechazó y Beckett tampoco acudió a recibirlo cuando lo ganó, en 1969. Para un hombre que había evitado cuidadosamente la celebridad, concentrar la atención mundial era insoportable. En lugar de elegir al embajador irlandés para que lo representara, como suele hacerse en esos casos, Beckett eligió a Jérôme Lindon, amigo suyo y su editor en Francia. En Irlanda se tuvo la sensación de que tal gesto buscaba hacer público el desprecio de Beckett por su país natal, pero lo que el escritor se propuso fue reconocer el afecto y la gratitud. Aun antes de recibir el dinero del premio, ya lo había dado a varias causas y a la biblioteca del Trinity College, donde hay un busto suyo que mira impertérrito a quienes pasan, acaso pensando en las producciones de Godot, de Fin de partida o de Días felices que han presenciado en Dublín.
Beckett era un hombre culto. El “minimalismo” de su obra es resultado de una asombrosa síntesis que reúne fuentes diversas. Happy Days, por ejemplo, se inspiró en las ideas de Heinrich von Kleist sobre la marioneta, de tal forma que todos los movimientos de Winnie deben ser precisos y económicos. Beckett estaba obsesionado por el ritmo y la desproporción entre el espacio y los actores, cuya presencia va reduciendo hasta que sólo queda el gran acercamiento a una boca. Lo esencial es no actuar.
Los clásicos vistos a través del espejo deformante del expresionismo. Los personajes heroicos vistos a través del espejo cóncavo, un artefacto que aparece en la entrada de Monto, camino del burdel de Bella, en Ulises, de Joyce. Estos mismos espejos están en la base del esperpento de Valle-Inclán. La risa sacrílega. La coherencia, el artificio y la unidad, que convierte a las personas en repollos animados. Beckett reduce los personajes a títeres. Su libertad es un gesto controlado por el titiritero. Rabelais no está lejos. La visión sub specie aeternitatis, la perspectiva de la eternidad, la única excusa para permanecer vivo. Las palabras oscurecen los hechos y a su vez son ensombrecidas por estos. Solo un lenguaje poético puede captar lo más cruento de la experiencia, poesía del teatro abierto a lo más común, a una silla que es el símbolo de un ancla. El precio de la lucidez es la soledad. Beckett desnuda la realidad, la despoja de artificios hasta el grado en que ni siquiera el lenguaje sirve para expresar el horror de cruzar la calle. Queda el gesto, luz, el rito y sobre todo la pureza de la música.
Beckett daba como director gran importancia a la pintura. Se ha mencionado al pintor romántico Caspar David Friederich, pero también Bruegel el Viejo, con piezas como El ciego guiando a los ciegos, una alegoría muy atinada sobre la humanidad, o El Bosco, en cuyo mundo grotesco Lucky podría figurar naturalmente. Una visión de la conciencia entre la sombra exterior y la interior, el continuo ir y venir entre el ser inaccesible y el inaccesible no ser: he allí el mundo beckettiano. La fábula de alguien acompañado en la oscuridad, de alguien que fabula a alguien acompañado en la oscuridad. Y al final el silencio. Y la soledad.
Beckett estaba interesado en Proust: el tiempo lo obsesiona y conoce las trampas que la memoria nos juega, transformándonos incesantemente hasta el punto en que la propia vida parece ilusoria y lo que queda de nosotros es un residuo abandonado en una lejana orilla a donde es imposible regresar. El tiempo nos devora, como el cáncer. El enigma nunca se resuelve. Como dice Bam en What Where, “El tiempo pasa. Eso es todo. Quien pueda darle sentido, adelante. Yo me desconecto.” Estas podrían haber sido sus propias palabras el viernes 22 de diciembre de 1989, cuando Beckett murió.
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