Martes 29. Terminó "con una nueva patoteada del Caputo menor, esta vez
contra un fotógrafo".
Por Sergio Sinay (*)
El patético debate de los aspirantes a legisladores porteños (17 candidatos anémicos de propuestas para la Ciudad y sus habitantes, insultándose entre sí en una puja endogámica destinada a alejar al electorado) culminó, en la noche del martes 29 de abril, con una nueva patoteada del Caputo menor, esta vez contra un fotógrafo de prensa que cumplía su función: documentar con imágenes un hecho de interés público.
La justificación de los cortesanos (y algún funcionario oficialista sin programa conocido para sostener su propia candidatura) repetida a coro fue una insólita pregunta: ¿los periodistas pueden fotografiar, pero no ser fotografiados? La respuesta obvia es que la función del fotógrafo periodístico es testimoniar con su cámara, mientras que en este caso la acción del “monje” (así adjetivado en un libro reciente) que asesora al Presidente fue fotografiar la credencial con el nombre del fotógrafo en un acto que sugería una intimidación, algo así como “te vamos a buscar” (intimidación a la que son afectas las pandillas libertarias). Esa misma noche el Presidente, que siempre tiene tiempo para estas cosas, se sumó desde las redes a un pedido de mayor odio a los periodistas.
Se podría tomar la excusa libertaria para la agresión y devolverla en espejo. ¿El Presidente puede insultar a quien quiera, cuando se le antoje, y llamar a expandir los discursos de odio, pero no se lo puede criticar ni objetar sus conductas violentas? Cuando en una sociedad de por sí fragmentada se incrementa y alienta la violencia simbólica (que es a menudo preludio de la violencia física) desde las más altas instancias del gobierno, algo empieza a oler mal no en Dinamarca allá y entonces, como advertía Hamlet, sino aquí mismo, ahora. En un reciente artículo publicado en el portal Dialéktika, el filósofo y educador sanjuanino Lisandro Prieto Femenía apunta: “La violencia política no hace otra cosa que erosionar el espacio público, dificultar el diálogo, destrozar la deliberación honesta y polarizar a la sociedad. Además, la normalización de la agresividad por parte de una sociedad abúlica tiene sus consecuencias negativas a corto, mediano y largo plazo, como el aumento de la violencia comunitaria y la violación sistemática de las normas y leyes de la estructura democrática”. Prieto Femenía recuerda en ese mismo texto una reflexión de la gran filósofa política alemana Hannah Arendt, quien en su libro titulado Sobre la violencia sostiene que el verdadero poder nace del consentimiento y la cooperación para el logro de objetivos comunes. Alcanzar ese poder, que se asienta en bases sólidas y convocantes, requiere vocación y ejercicio de diálogo, aceptación e integración de la diversidad y una visión trascendente, que supere la miopía del narcisismo propio. Desde esta perspectiva, según Arendt, la violencia es la confesión del fracaso del consenso, de la incapacidad para lograrlo, y se convierte en una prótesis, un sustituto tosco del poder genuino. “La retórica agresiva, la demonización del oponente y la creación de un clima de miedo y hostilidad terminan movilizando a los votantes más polarizados y compensan la falta de consenso”, concluye acertadamente Prieto Femenía.
La historia, tanto nacional como internacional, abunda en ejemplos de ejercicios de poder sustentados en la violencia simbólica y física y en el discurso de odio, sobre todo en momentos de hartazgo, intolerancia y rabia social. Esos ejercicios han estado habitualmente a cargo de regímenes populistas, tanto de izquierda como de derecha, fueron siempre menos duraderos de lo que soñaron sus protagonistas (algunos de los cuales se creyeron eternos) y no terminaron bien ni para ellos ni para las sociedades que los apañaron.
(*) Escritor y periodista
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