sábado, 23 de agosto de 2014

Todos somos derechos y humanos

El país entero celebró con Estela de Carlotto el hallazgo de Ignacio Guido. ¿Es que, por fin, los derechos humanos se han despolitizado?

Por James Neilson
La reacción fue virtualmente unánime. El país entero celebró con Estela de Carlotto el hallazgo del nieto que había nacido en cautiverio hace más de 36 años. 

¿Es que, por fin, los derechos humanos se han despolitizado, que una mayoría abrumadora ha dejado de subordinarlos a la militancia a favor o en contra de alguna que otra bandería ideológica?

En este caso, parecería que sí. Por cierto, a pocos les interesan demasiado las ideas o, si se prefiere, los ideales de Laura Carlotto, la madre de Ignacio Hurban/Guido Montoya o Carlotto, una chica de Montoneros que cayó en manos de los militares que, luego de matarla, entregaron al bebé en adopción.

Tantos jóvenes inteligentes murieron en la convulsionada Argentina de la década de los setenta del siglo pasado por causas que hoy en día parecen exóticas, cuando no inexplicables, ya que en aquel entonces hubo una proliferación extraordinaria de sectas violentas que confeccionaban sus credos sincréticos en base a trozos procedentes de otros derechistas o izquierdistas, nacionalistas o cosmopolitas. El fanatismo a menudo sanguinario de aquellos días queda muy lejos. Puede que aún haya nostálgicos que fantasean con la lucha armada, pero, a diferencia de los montoneros, guevaristas, trotskistas, leninistas, maoístas, peronistas furibundos y otros que pululaban en aquel país tan remoto, en la actualidad no contarían con el apoyo de una parte sustancial de la juventud universitaria.

No solo aquí sino también en el resto del mundo occidental, las ideologías mesiánicas han perdido el temible poder de convocatoria que tenían antes del hundimiento de la Unión Soviética  y la transformación de China en una potencia cada vez más capitalista. Hoy en día, las salidas laborales más atractivas son las ofrecidas por el mundo de los negocios o por las profesiones calificadas de liberales, no la del guerrillero urbano. Ni siquiera una crisis económica exasperante, una que en Europa ha privado a millones de jóvenes del futuro que sus mayores les habían prometido, ha sido suficiente como para movilizar a los que, apenas cuarenta años atrás, hubieran soñado con participar de una epopeya revolucionaria destinada a cambiar el mundo. Si bien muchos siguen hablando con cariño de “la lucha”, están pensando en una meramente testimonial que, por fortuna, tiene muy poco que ver con la versión sanguinaria de otros tiempos. Por decirlo de algún modo, se han aburguesado.

Los movimientos supuestamente comprometidos con los derechos humanos se aferran a “la memoria” selectiva; reivindican, aunque solo fuera por omisión, el derecho de Montoneros a secuestrar, cometer atentados o asesinar a quienes no compartían sus puntos de vista. Su enemigo principal es el tiempo; llegará el día en que no haya más represores y los hijos de los desaparecidos ya sean ancianos conformes con “la identidad” que, como todos los demás, se han construido a través de los años.

Para combatir mejor el paso inexorable del tiempo, los más activos no vacilaron en aliarse con el gobierno kirchnerista que, por su parte, hizo de la nostalgia por una década miserable un arma política potente. Con una combinación de apoyo retórico, reconocimiento oficial y dinero, mucho dinero, Néstor Kirchner y su esposa, los que antes de mudarse a la Casa Rosada nunca habían manifestado el más mínimo interés en el tema, lograron apropiarse de la causa de los derechos humanos. Fue una maniobra astuta que, durante años, les aportaría muchos beneficios al permitirles fingir ser progresistas.

Para algunas agrupaciones cooptadas, la proximidad al poder político no resultaría beneficiosa. Al encargarse de un programa ambicioso de viviendas populares, la facción de las Madres de Plaza de Mayo de la fogosa Hebe de Bonafini terminó contaminada por la corrupción gubernamental. Aunque Estela de Carlotto también se convirtió en una kirchnerista vehemente, la asociación Abuelas de Plaza de Mayo de la que es jefa no se ha visto salpicada por los negocios sucios tentadores que se multiplicarían en el país a partir de 2003, razón por la que su reputación no ha sido gravemente perjudicada por su estrecha relación personal con Cristina.

Además de los riesgos planteados por la corrupción que, como una nube tóxica, siempre acompaña a gobiernos como el kirchnerista, la politización de los derechos humanos ha tenido otras consecuencias negativas. Una es la propensión a suponer que, para defenderlos, hay que concentrarse, casi exclusivamente, en investigar las violaciones que fueron perpetradas por los agentes de la largamente extinta dictadura militar, para entonces castigar debidamente a los responsables de cometerlas si aún están con nosotros. Parecería que a menos que un abuso pueda vincularse de algún modo con un régimen que dejó de existir hace más de treinta años, se verá tratado como algo anecdótico. Es por este motivo que pensadores oficialistas siguen atribuyendo las deficiencias del sistema policial o el servicio penitenciario al Proceso castrense, no a la negligencia de los gobiernos mayormente peronistas que lo siguieron en el poder.

Asimismo, la obsesión con la etapa más trágica del pasado nacional reciente ha contribuido a frenar el desarrollo de la cultura política del país al impedirle distanciarse de los años setenta. El contraste con Europa es llamativo. Aunque la Segunda Guerra Mundial fue incomparablemente más traumática que la “guerra sucia” argentina, a tres décadas de su conclusión los dirigentes e intelectuales más prestigiosos ya la habían consignado a la historia por comprender que sería peor que inútil continuar reabriendo viejas heridas. Tratan el holocausto, las matanzas indiscriminadas, las represalias brutales y la incineración de grandes ciudades como advertencias de lo que puede ocurrir cuando demasiados se dejan fascinar por ideologías despiadadas. Claro, en Europa hubo tantos crímenes atroces cometidos por regímenes totalitarios que hubiera sido imposible castigar a todos los culpables, mientras que en la Argentina hacerlo ha sido relativamente fácil.

Otro motivo de preocupación es que casi todas las agrupaciones que se afirman defensoras de los derechos humanos se ven dominadas por familiares de los desaparecidos o muertos en enfrentamientos. A muchos les parece perfectamente natural que sea así. En cierto sentido, lo es, ya que desde hace milenios han sido los padres, madres, hermanos o hijos de los caídos en conflictos los que han reclamado justicia o venganza con más fervor. Pero privilegiar hasta tal punto los lazos familiares o de amistad es una característica de sociedades atrasadas en que solo a los muy ingenuos se les ocurriría confiar en las instituciones. En una sociedad más avanzada, “la lucha” no suele ser personal porque se ha consolidado un consenso muy amplio a favor del respeto por la ley y por normas que son consideradas propias de países civilizados.

Puesto que no hubo un consenso de tal tipo en la Argentina de la década de los setenta, no había barreras éticas lo bastante fuertes como para impedir la irrupción del terrorismo revolucionario y, más tarde, el terrorismo de otro signo, inicialmente paraestatal pero después estatal al perfeccionar las fuerzas armadas la metodología desarrollada por la Triple-A peronista. En el país maniqueo de aquel entonces, muy pocos protestaron contra lo que sucedía en nombre de los valores que, en teoría, todos creían fundamentales.

¿Sería distinto si la historia se repitiera? ¿Somos todos “derechos y humanos”, como aventuraron los propagandistas del régimen en un intento, que por un rato pareció funcionar, de poner el nacionalismo al servicio de la barbarie? Es posible, pero la politización de lo que debería ser una causa universal sugiere que sería un error apostar demasiado a la eventual reacción del grueso de la ciudadanía frente a un nuevo –pero por suerte poco probable– desafío parecido.

Sería cuando menos prematuro tomar el protagonismo prolongado de las Madres, Abuelas e Hijos de los desaparecidos en “la lucha” por evidencia indiscutible de que la Argentina cuente con defensas morales muy firmes y por lo tanto “nunca más” realmente sea algo más que un eslogan importado desde la Europa de la posguerra. Antes bien, es un síntoma de debilidad. Al homenajearlos, los demás, incluyendo, desde luego, a los políticos kirchneristas, los usan para exculparse por no haber roto el silencio cómplice que habían mantenido hasta que el fracaso económico y bélico de los militares y sus aliados puso fin a la dictadura.

Muchos que durante “los años de plomo” la habían respaldado o, por lo menos, la habían tolerado por creerla el mal menor en comparación con la presunta alternativa populista, hicieron de la violación sistemática de los derechos humanos un pretexto para repudiarla en retrospectiva. Así y todo, por engañosa que fuera la adhesión tardía de tantos a la causa de los derechos humanos, es innegable que el mecanismo de autodefensa así supuesta facilitó la transición del país hacia una democracia más plena. Entre otras cosas, sirvió para expulsar definitivamente a los militares del escenario político nacional, lo que se vio confirmado cuando, en 2001 y 2002, para sorpresa del resto del mundo a nadie se le ocurrió pedirles a las fuerzas armadas regresar para salvar una vez más a la Patria.

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