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Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay lugares de los que nunca se vuelve, y el Líbano siempre fue para mí uno de esos lugares. Ya lo había conocido antes de la guerra, en 1974 —tenía veintidós años—, cuando estaba poblado por gente amable y hospitalaria, y en la zona antigua de Beirut apacibles señores bigotudos, con corbata y fez turco en la cabeza, leían L’Orient-Le Jour en los cafés fumando tabaco en sus narguiles. Dos años después empecé a cubrir aquel largo conflicto, al que hice doce o quince viajes entre 1976 y 1990. Para entonces, los señores apacibles se habían transformado en milicias encarnizadas, el sosiego en odio irreconciliable, y la antigua Suiza de Oriente medio era un charco de sangre. Durante quince años, primero para Pueblo y luego para TVE, cubrí allí todos los frentes: musulmanes, cristianos, drusos, palestinos, sirios e israelíes. Llegué jovencito y acabé veterano. Y buena parte de la madurez que pude adquirir con el paso del tiempo se la debo a aquella guerra y sus circunstancias.