Por Arturo Pérez-Reverte |
Junto a la Revolución Industrial, y en cierto modo vinculada a ella, la palabra Ilustración fue el ábrete sésamo del XVIII. Con ella se explica casi todo lo que en ese siglo fascinante ocurrió, y también mucho de lo bueno y malo que iba a ocurrir. Las nuevas ideas filosóficas y físico-naturales, desarrolladas al principio en Francia e Inglaterra, acabarían sumergiendo a Europa en un baño de modernidad y esperanza, a cuyo término —tragedias históricas incluidas— ya no la reconocería ni la madre que la parió. Quien salió peor parada, aparte el fin del carácter sagrado de las monarquías por la gracia de Dios, fue la Iglesia católica, a la que Voltaire y otros combativos filósofos (mi admirado barón Holbach, por ejemplo), situando la experiencia y la razón por encima del dogma, patearon concienzudamente la entrepierna.