domingo, 16 de enero de 2022

Para no ver ni entender

 Por Javier Marías

El primer aviso fue hace ya años, cuando, para ver películas españolas en DVD o en la televisión, hube de poner subtítulos porque a menudo no entendía casi nada de lo que los actores decían, y el hecho de que a mi mujer le pasara lo mismo descartaba que se tratara de una mengua auditiva mía. Desde hace una década o dos, muchos intérpretes de nuestro país no articulan, tienen una dicción pésima, hablan hacia adentro y mascullan más de la cuenta. No todos, por favor (no se me soliviante de nuevo el gremio).

Esto no sucedía hace 50, 40 o aun 30 años: incluso a los actores mediocres —o con habla muy singular, como José Isbert— se les entendía sin problemas. Me he preguntado numerosas veces si los directores no se percatan de lo que ocurre o si es que les trae sin cuidado o que dirigen mal a sus actores y actrices. Por si acaso, ahora me impongo los incongruentes subtítulos siempre (soy de Chamberí), y también en las series nacionales.

El segundo aviso fue que empezó a pasarme lo mismo con bastantes cintas extranjeras. No es por presumir, pero llevo toda la vida en contacto con el inglés, del Reino Unido y de los Estados Unidos. He vivido en ambos países y jamás tuve dificultades en ninguno de ellos, fuera con un profesor de Oxford o con un taxista neoyorquino. Admito que en westerns con personajes que más que hablar parecen masticar tabaco, sigo a éstos a duras penas, así como a los marineros británicos. Por lo demás, suelo captar el 95% en las obras de los 40, 50 y 60, cuando todo el mundo se expresaba con claridad suficiente. Incluso cuando se puso de moda el estilo del Actor’s Studio, que básicamente consistía en que Paul NewmanMarlon BrandoWarren Beatty y otros se taparan la boca con los dedos, hicieran muchas pausas y soltaran sus diálogos como si los estuvieran fabricando con titubeos en el momento, incluso entonces los comprendía perfectamente. Ahora me cuesta tremendo esfuerzo con frecuencia. A veces el porqué es manifiesto: la música y los efectos especiales están a un volumen tan alto que no hay quien pille las palabras. Claro que en esta clase de cine las palabras son inexistentes o insignificantes. Se sabe que nadie dirá nada inteligente ni inquietante ni que nos saque del sopor fragoroso, así que a sus creadores no les preocupa el sonido verbal, que además estará ahogado por el ruido de las palomitas y de los sorbidos a los refrescos. No es cine para escuchar, sino para atracarse y aturdirse.

El tercer aviso fue aún más grave. A mi mujer, Carme, le encantan los westerns, como a mí, así que me arrastró a ver Los hermanos Sisters, y nos encontramos con que ver, lo que se dice ver, no veíamos casi nada. Al parecer su autor, el francés Jacques Audiard, había decidido ensombrecer la iluminación con el estúpido argumento de que en el Oeste no había electricidad y la oscuridad dominaba en cuanto el sol se ponía. Cierto es, pero Audiard demostraba ignorar la diferencia entre realidad y ficción. Que los personajes vieran poco o nada no significa que el sufrido espectador deba pasar por su experiencia. Nos daban ganas de gritarle en la sala, como dos locos: “¡Esto es una película, Audiard! ¡No nos torture con sus majaderías! Podemos suponer o imaginar que los personajes viven en permanente tiniebla, no nos la inflija como si fuéramos tontos. ¡Queremos ver lo que pasa!” Me temo que quien inició esta costumbre fue Kubrick con su Barry Lyndon, que resultaba pesada, en parte, porque uno acababa harto de la luz de las velas dieciochescas. Después del espanto Sisters, me he encontrado con más películas o series en las que no se distingue casi nada. La última, La sangre helada: como la acción transcurre en un ballenero, los creadores decidieron que en su interior la luz era escasísima y obligaron a los espectadores a no ver ni torta, salvo en las escenas de nieve y hielo.

Ahora he leído que la incapacidad articulatoria de muchos intérpretes no siempre es casual o defecto de ellos. El afamado director Christopher Nolan se asegura de que sus diálogos sean a menudo indescifrables. De hecho tiene la ininteligibilidad de sus películas como “enseña” o marca de la casa. El actor Tom Hardy también la tiene a gala. Y como hoy no hay imbecilidad que no cuente con entusiastas seguidores, otros se apresuran a imitarlos. Estos cineastas pretenciosos, confundidos y perezosos me recuerdan a los bobos que, en los años 70, hacían que la cámara y el montaje enloquecieran cuando un personaje enloquecía, o que se enturbiaran cuando se emborrachaba o drogaba. A esos daban ganas de gritarles: “¡Dadme a entender que el personaje sufre locura sin volveros vosotros locos! Eso es facilón y muy malo”.

En fin, como estas modas prosperen (más), corremos el riesgo de ir al cine o pagar plataformas para no entender apenas y contemplar una pantalla en negro. Y la verdad, uno no saca su entrada ni se abona a Movistar o a Netflix para aguzar penosamente la vista y el oído (y en la primera, encima, los subtítulos desaparecen). Acabaremos desertando de todo y quedándonos con la realidad del siglo XXI, en la que se oye mejor a las personas, y hay más luz y nitidez que en los siglos XIX o XIV.

© El País Semanal

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