domingo, 16 de enero de 2022

Malos presagios en el momento de la verdad

 Por Jorge Fernández Díaz

En el elegante reservado del primer piso de un restaurante que ya no existe, Jesús de Polanco nos esperaba con una sonrisa práctica y un apretón de manos. El restaurante era un clásico porteño y quedaba sobre Avenida de Mayo, y en reencarnaciones anteriores se habían sentado a sus mesas Mitre, Darío, Lugones, Gardel, Caruso, Joan Crawford y Maurice Chevalier. La leyenda de Polanco, en el mundo de la política española y en la historia del periodismo global, no era menos impresionante: convirtió en un suceso al diario El País de Madrid y levantó un imperio llamado Prisa

Corrían los tiempos de Fernando de la Rúa, y Polanco citó a los periodistas referenciales de los diarios y revistas porque buscaba hacerse una idea realista acerca de cómo marchaban las cosas: pensaba invertir en la Argentina, pero abrigaba ciertas dudas. Nos dejó hablar durante todo el almuerzo y cuando pagó la adición y separó la propina, volvió a sonreír haciendo cuentas mentales y formuló una pregunta brusca: “¿Cuándo acabará la convertibilidad?”. Todos los comensales -de izquierda a derecha- le respondimos con extraña unanimidad: nunca. Y le explicamos que la sociedad había “comprado” ese sistema de cambio fijo, que ningún dirigente podía ganar las elecciones si proponía cancelarlo y que en consecuencia había venido para quedarse. Todavía con los billetes en la mano, Polanco se inclinó hacia adelante: “No, ustedes no han entendido -nos dijo-. La pregunta no es si acabará, sino cuándo: ¿en los próximos meses o en el próximo año? Porque les aseguro que el desenlace es inexorable”. Aun así nos levantamos de esa mesa con canchero escepticismo. Algunos meses más tarde el FMI le soltó la mano al Gobierno, sobrevino un accidente macroeconómico y acontecieron los tristes episodios de 2001. Cuando esa catástrofe finalmente se desencadenó pensé en aquella tarde con Polanco: los chicos más listos y mejor informados de la cuadra mediática nos habíamos equivocado garrafalmente, pero el episodio no me parece hoy solo constreñido al área de la prensa o de las fallidas profecías de los economistas profesionales. El horizonte era mucho más amplio. La negación abarcaba entonces a toda la opinión pública y a la inmensa mayoría de la llamada gente de a pie: el pueblo. Aquella negación colectiva se parece en algo al espejismo de la guerra de Malvinas, cuando los observadores internacionales nos aseguraban que marchábamos hacia una derrota y cualquiera de nosotros lo negaba con porfiada ceguera. Algo similar ocurre en estos meses: los ciudadanos creemos que estamos departiendo en un coctel lleno de gestos cuando en verdad asistimos a un velorio. Ha muerto una forma de hacer política y de pensar la economía y el desarrollo, y como nadie ha extendido un certificado de defunción, todos seguimos adelante -la gallina decapitada que corre unos metros más- sin aceptar la obvia realidad, que tarde o temprano nos despertará a los gritos, como hace cada vez que tocamos fondo. Aquí yace probablemente lo indecible del momento histórico. Aducirán los refutadores de esta hipótesis que nuestra nación ha demostrado ser un tobogán sin freno (siempre se puede estar peor), y que por lo tanto hay por delante un letargo y un declive infinitos, pero quien ha vivido cuatro décadas de política argenta con los ojos bien abiertos -como pedía Hemingway- sabe o presiente que nos acercamos a alguna clase de hito. Tiene la sensación en el cuerpo de que se aproxima un cambio rotundo -nunca se sabe qué tan bueno o malo- en nuestro modelo de conciencia.

Similar sabor nos deja en la boca, aunque alrededor de algo más coyuntural e inmediato, el culebrón con el Fondo. Diversas fuentes internas y externas admiten que se ha llegado a la encrucijada final (negociación o portazo, como lo presentó esta misma semana el diario español El Mundo); también que se acaba el tiempo, que hay alarmas encendidas en todos lados por las señales irreductibles de los heraldos de Cristina Kirchner, que el ministro Guzmán prepara una victimización argumental en caso de default, que llegada esa fatalidad cundirá a su vez un discurso “emancipador” (galtierismo puro y duro), y también que esa alternativa nos condenará a ser lúmpenes del mundo y con una inflación anual que algunas consultoras ya proyectan en un 85%. Como cuesta creer que el “movimiento nacional y popular” opere semejante suicidio patriótico (porque sería, bien mirado, una verdadera traición a la patria), este articulista tiende a pensar que está forzando la puja para luego aflojar, que está apretando el acelerador hacia el abismo para girar en el último instante. Y que elegirá perder relato antes de perderlo todo. Este jueguito, igualmente, no sale gratis, porque genera incertidumbre medible en inversión perdida, en destrucción de empleo y en licuación de reservas, y porque nunca se sabe si a la hora señalada el chofer, que es muy chambón, maniobrará con suficiente pericia sobre los bordes resbalosos del abismo.

Examinada con cierta objetividad de extranjero -tal vez como lo vería el propio Polanco-, la situación parece surrealista. El oficialismo se niega a recortar el déficit fiscal bajo la múltiple mentira de que nunca ajusta ni se endeuda, que está protegiendo una fabulosa reactivación y que encima lucha contra los privilegios. El cuarto gobierno kirchnerista ajustó dramáticamente vía inflación las jubilaciones y los salarios de las clases bajas y medias, y lo sigue haciendo mes a mes; se endeudó en cerca de 60 mil millones de dólares en tan solo dos años; todo lo que consiguió fue fundir a la Argentina con una insensata cuarentena -caída del 12% del PBI-, y después pasó a ser espectador pasivo de un mero rebote que ni siquiera recuperó lo perdido en aquel zafarrancho. Y casos como el vacunatorio vip, con las sinceras pero extravagantes explicaciones elitistas de Zannini, y el viaje al Caribe de Luana Volnovich, que gana su sueldo administrando la miseria de los jubilados, confirman la idea de que se reservan para sí mismos los privilegios de toda nomenklatura.

En algo tienen suerte: no hay en la oposición tirapiedras ni destituyentes, sino una coalición dispuesta a dañar incluso su propio capital político avalando restricciones presupuestarias en serio. El oficialismo, de un modo delirante, pretende embarcarla en un no-programa populista que, paradójicamente, a los opositores no les traería mayores problemas, pero que al país lo arrojaría a un pozo ciego. Es como si Alberto Fernández les propusiera a sus objetores, con un guiño: firmen esto que nadie los va a culpar porque no vamos a hacer sufrir a nadie; tampoco vamos a resolver nada, claro. Y como si los opositores lo llamaran a la reflexión y le respondieran: no se puede salvar de la muerte a un adicto grave sin que pase por cierto sufrimiento; estamos dispuestos a cargar con ustedes esa cruz, pero no a rubricar un programa de humo y espejos en base a seguir suministrando la venenosa droga de la decadencia. Esa discusión no cuaja además por el simple hecho de que el discípulo de Stiglitz no puede coordinar con el Instituto Patria un plan fiscal mínimamente sustentable. Dicho sea de paso: tener a Stiglitz como un lobista vaya y pase; creer que se trata de un campeón de la macroeconomía es como darle a un científico especializado en moscas el manejo de la pandemia. El verdadero “milagro” argentino consiste en hacer oídos sordos -una vez más- a tantas evidencias y tantos avisos. Un día no muy lejano nos despertará la estridente verdad.

© La Nación

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