domingo, 27 de junio de 2021

Malvados, egoístas y canallas

 Ginés. Demostró como ministro de Salud una letal mala praxis.

Por Sergio Sinay (*)

¿Hay diferencia entre un malvado y un canalla? El 2 de junio de 1994, el filósofo francés André Comte-Sponville se hacía esta pregunta y procuraba responderla, en el semanario L´Evenement du Jeudi, publicación fundada en 1984 por el periodista y ensayista Jean François Kahn, que publicó su número póstumo en 2001. 

Las agudas reflexiones del autor de El pequeño tratado de las grandes virtudes y ¿El capitalismo es moral?, entre otras obras, pueden ayudar a entender, más allá de las especulaciones puramente políticas y a menudo anecdóticas, los motivos por los cuales la Argentina está donde y como está.

El malvado, decía Comte-Sponville, tiene al mal como fin y no como medio. Es decir que no comete sus atrocidades justificándolas en nombre de un supuesto bien ulterior. En esto abrevaba explícitamente en Emanuel Kant (1724-1804), el gran filósofo moral del Iluminismo y su idea del mal radical. El canalla, en cambio, hace mal a otro, o a otros, mientras persigue su propio bien, o su propio interés. Se trata de alguien que pone el amor a sí mismo por encima de la ley moral. Y si llegase a cumplir con su deber o a atenerse a la ley moral, lo hará pura y exclusivamente en la medida en que esto no sea incompatible con sus intereses, su satisfacción o su felicidad. Tiene en cuenta lo ajeno solo en la medida en que no se vea comprometida su comodidad.

Comte-Sponville comparaba al canalla con el egoísta. Mientras el egoísta no hace por el prójimo todo lo que está a su alcance, explicaba, el canalla le hace a ese prójimo mucho más daño que el que podría si se lo propusiera explícitamente. El egoísta opera por defecto, por supresión, en tanto el canalla lo hace por exceso, por acumulación. El egoísta solo se ama a sí mismo, está discapacitado para amar a otros. El canalla ni siquiera contempla la cuestión del amor. Está dispuesto a todo, a cualquier cosa, incluso a lo peor, si se trata de su bienestar y sus prioridades. Puede producir un gran padecimiento en el prójimo en el afán de obtener aunque más no sea un pequeño beneficio para sí.

Por estas razones, el filósofo consideraba que “ser un canalla no está al alcance de cualquiera”, como escribía en su artículo. “Hace falta mucha insensibilidad al sufrimiento ajeno –agregaba–, mucho odio o violencia, mucha falsa buena conciencia o mucha inconsciencia”. El canalla, además, nunca se ve ni se piensa como canalla. Está convencido de ser un buen tipo, explica Comte-Sponville, y de que el canalla, en consecuencia, es el otro. Recordando el tema de la falsa libertad, planteado por Jean-Paul Sartre, afirmaba que el canalla se toma en serio a sí mismo, se considera con derecho a actuar como lo hace y termina por creer en su propia buena fe.

Cuando se asiste a cuestiones como los vacunatorios VIP y sus consecuentes justificaciones “a lo Zannini”, cuando se ve a Ginés González García devorando tapas en Madrid después de haber demostrado como ministro de Salud una imperdonable y letal mala praxis, cuando se ven los avisos pergeñados por el gobierno de la provincia de Buenos Aires, en los cuales algunas personas bailan porque se vacunaron mientras miles y miles, que no aparecen en el aviso, mueren por vacunas que no se consiguieron debido a transas nunca aclaradas, cuando se presencia la descarada búsqueda de impunidad desde el poder para actos de corrupción alevosos, cuando se asiste a los continuos dislates y disparates verbales presidenciales y a la continua negación por parte de ese mandatario postizo de lo que él mismo afirmó, cuando se escuchan discursos opositores que parecen provenir de mesías iluminados y se recuerda que en su momento, y desde el poder, hicieron todo lo contrario de lo que ahora predican en el desierto, no solo sobrevienen la indignación y la desesperanza. También, con el ensayo de Comte-Sponville en la mano, cabe preguntarse si la política argentina está infestada de malvados o de canallas. Salvo alguna excepción, no abundan los primeros pero, siempre según la definición del pensador francés, parecen abundar en demasía los segundos.

(*) Escritor y periodista

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