lunes, 8 de julio de 2019

La verdad y el respeto

Por Javier Marías
Sé que he hablado de esto, pero llevo más de dieciséis años aquí, un domingo tras otro: de casi todo hace mucho tiempo y los lectores memoriosos no abundan. En los años noventa o quizá ochenta, llegó a mis manos el detallado programa de unos cursos de Gay Studies en una Universidad americana. Según sus responsables, el 90% de los personajes destacados de la historia habían sido homosexuales o bisexuales. 

No caben dudas sobre muchos, desde Miguel Ángel hasta Oscar Wilde, pasando por Proust y Gide y García Lorca. Pero las razones para incluir a todo cristo en la nómina (por supuesto a Cervantes, Dante, Rilke) eran tan peregrinas que movían a la risa. Recuerdo que el poeta Salinas tenía que haberlo sido por haber traducido a Proust, cosas así. La carcajada abierta me vino cuando vi que también los canallas (destacados al fin y al cabo) engrosaban la lista. Y así, Franco habría sido claramente gay “porque viajaba a Marruecos siempre sin su mujer”, y su “amante de media vida había sido Carrero Blanco”. Sólo imaginarme a aquellos dos individuos siniestros y más bien asexuados besándose a escondidas me produjo tanta hilaridad como estupefacción. Obviamente, nadie hizo caso a estas propuestas, “teorías” y deducciones.

Desde hace años hay un grupo de conspiranoicos —bien subvencionados— dispuestos a desenmascarar la maquinación mundial para ocultar los méritos de los catalanes. Y así, habrían sido catalanes de pura cepa Leonardo da Vinci, Colón, Santa Teresa, Cervantes (los malvados se habrían encargado de hacer desaparecer el original del Quijote en su verdadera lengua), y no sé si Galileo, Hernán CortésVelázquez y demás ilustres. Sólo los independentistas más aventados les prestan atención y se lo creen a pie juntillas, y —eso es lo inaudito— entre ellos hay altos cargos políticos.

En cambio, no produce irrisión todavía otro grupo de conspiranoicos, y de hecho este diario les ha brindado una autopista, como varias televisiones. No contentos —o contentas— con el reconocimiento universal de que a lo largo de siglos se ha sometido y perjudicado a las mujeres impidiéndoles estudiar, ser científicas, compositoras, pintoras, arquitectas y en menor grado escritoras —motivo más que suficiente para que haya menos mujeres sobresalientes en todos los campos—, han decidido que sí las hubo, sólo que fueron víctimas de una conspiración masculina para silenciar sus logros. Claro que ha habido algunos casos, pero son los menos. Ahora el hallazgo de cualquier pieza debida a una mujer adquiere el rango de “gran descubrimiento”, y el mundo está lleno de “genias” deliberadamente sepultadas. Uno se asoma de vez en cuando a la enésima maravilla desenterrada, y no, sólo de tarde en tarde existe tal maravilla. Pero bueno, bien está rebuscar y desempolvar.

Lo que ya es más paranoico es que, según estas estudiosas sesgadas, rara es la obra de un varón notable que en realidad no se debiera a su esposa, a su amante o a su secretaria. Hasta los más consagrados científicos habrían sido unos robaperas. Cualquier matrimonio habla, se consulta, se enriquece, colabora, da su parecer si se lo solicita el otro. (Los primeros lectores de mis novelas son siempre seis mujeres inteligentes, de cuyo criterio me fío.) Pero eso no convierte al cónyuge o a la cónyuge en verdaderos autores o fautores de lo que uno de ellos escribe, compone, descubre, teoriza o piensa. De acuerdo con esta lógica, las obras de Virginia Woolf, George Eliot, Iris Murdoch y Emilia Pardo Bazán podrían atribuirse, respectivamente, a Leonard Woolf, al interesante George Henry Lewes (amante de Eliot durante veinticuatro años), a John Bayley y acaso a Galdós (con quien Pardo Bazán tuvo una no breve aventura). A nadie —desde luego a ningún hombre— se le ocurre la mezquindad de “desposeer” a esas ensayistas o novelistas magníficas, gratuita y desconsideradamente. En cambio hay una legión de desaprensivas dispuestas a negarles el talento —o a relativizarlo— a la mayoría de los varones célebres, en provecho de sus compañeras nunca reconocidas. Hace unas semanas caí en un programa televisivo de “humor” feminista a ultranza. Si entrecomillo la palabra es porque todas parecían malhumoradas, bordes y aquejadas de rancia chulería masculina (más bien trumpiana). Una actriz entrevistó a otra; le mostró la imagen de un actor extranjero y le preguntó: “¿Está realmente bueno o es un codroño?” (Creo que ese fue el término, para mí desconocido; o quizá fue “cotruño”; en todo caso despectivo, feo y deducible.) Exactamente como si dos hombres se hubieran preguntado de una actriz: “¿Está realmente buena o es un callo?”, lo cual habría resultado inadmisible y en esta época selectivamente severa motivo de despido, o de suspensión del programa. Si el objetivo de la “cuarta ola” feminista —la actual— consiste solamente en invertir los (peores) papeles y en decir: “Ahora es mi turno de ser injusta y de burlarme del otro sexo, de cosificarlo, denigrarlo y despreciarlo en bloque y rebajarle sus logros”, no le acabo de ver la gracia ni las buenas intenciones ni el afán de justicia. Y me extraña que se los vean tantas y tantos oportunistas que hasta hace un par de años se reclamaban partidarios de la verdad y del respeto entre todos, mujeres y hombres.

© El País Semanal

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