miércoles, 5 de diciembre de 2018

Nos complace esta ficción

Por Javier Marías
Dada la progresiva infantilización del mundo, que va durando por lo menos tres décadas, quizá no sea tan extraño lo que está pasando con la verdad, la ficción y la mentira. Nos llama la atención que la primera cuente cada vez menos para gran número de personas, y que éstas abracen la segunda o la tercera acríticamente, si es que no con gran entusiasmo.

Se empezó por mentir en cosas menores, como los rótulos de los cuadros expuestos en los museos: se censuraron, se adulteraron para que nadie se sintiera ofendido (y es imposible que hoy no haya alguien que se sienta ofendido por cualquier cosa), o incluso para negar lo que las imágenes mostraban, por ejemplo “Sátiros retozando con ninfas”, que ya no recuerdo si se cambió por “Encuentro campestre” o por “Acoso a menores”. Después se pasó a tergiversar el pasado, o, lo que es peor, a juzgarlo con ojos contemporáneos imbuidos de rectitud y de supuesta superioridad, es decir, se llegó a la rápida conclusión de que todos nuestros antepasados habían sido gente errada, injusta, salvaje, colonialista, racista y machista. Se decidió que la historia entera del mundo había sido sólo una sucesión de horrores, de la que nada más se salvaban —contradictoriamente— las incontables víctimas. Se produjo entonces una loca carrera para adquirir la condición de víctima, por raza, nacionalidad, religión, sexo o clase. Hoy no hay nadie que no ansíe serlo, la palabra se ha revestido de un insólito prestigio. La carrera y el afán son tan locos que hasta Trump y sus partidarios se presentan así, como víctimas perseguidas, lo mismo que Le Pen, Salvini, Orbán, Bolsonaro, Torra y demás ultraderechistas planetarios. La conclusión que parece haberse alcanzado es que nadie puede ganar elecciones y tener éxito si no presume de haber sido agraviado y maltratado. Ellos o sus ancestros, tanto da, hablé hace poco del triunfo de la idea del pecado original, sólo que ahora no nos sacudimos nunca sus sucedáneos, cargamos con ellos desde la cuna hasta la tumba.

Si yo fuera historiador viviría desesperado, porque la labor de éstos jamás había caído tanto en saco roto. El historiador investiga y se documenta, dedica años al estudio, cuenta honradamente lo que averigua (bueno, los que son honrados, porque también proliferan los deshonestos a sueldo de políticos sin escrúpulos, los que mienten a conciencia), matiza y sitúa los hechos en su contexto. Nada de esto sirve para la mayoría. Tienen mucha más difusión y eficacia unos cuantos tuits falaces y simplistas, y lo más grave es que casi todo el mundo se achanta ante los aluviones de falsedades. Hace poco un deportista estadounidense se plegó a disculparse por haber citado en las redes una frase inocua de Churchill: “En la victoria, magnanimidad”. El problema no era la cita, sino su procedencia: ¿cómo se le ocurre suscribir nada de ese racista imperialista? Más o menos como si hubiera citado a Hitler, del cual estamos libres sobre todo gracias a Churchill. También se ha salido con la suya un concejal o similar de Los Ángeles, de apellido inequívocamente irlandés (luego europeo), O’Farrell. El tal O’Farrell, sin embargo, aduce tener sangre iroquesa o wyandot y ha retirado una estatua de Colón entre aplausos, tras decretar que el Almirante fue un genocida, que debió quedarse en casa sin surcar el océano, porque con su estúpido viaje inició un monstruoso daño a las tribus y culturas indígenas de lo que luego se llamó América. No cabe duda de que para los indígenas del siglo XV la aparición de los europeos fue un desastre y el término de su modo de vida, que tampoco era ejemplar ni compasivo. Pero no tiene sentido que hoy se identifiquen con ellos individuos que se llaman O’Farrell, Jensen, Schulz, Smith, Grabowski, Esterhazy, Qualen, Occhipinti, Beauregard, Tamiroff o Morales, y que están en su país gracias a Colón precisamente. Pocos quedan que se apelliden Hawkeye (Ojo de Halcón) o cosas por el estilo.

Demasiada gente ha decidido abrazar el cuento que le gusta, como los niños, independientemente de que sea o no verdadero. El historiador actual se desgañita: “Pero ­oigan, que esto no fue así, que esta versión es falsa, que nada hay que la sostenga”. Y la respuesta es cada vez más: “Eso nos trae sin cuidado. Nos conviene este relato, nos complace esta ficción, y es la que mejor se adecúa a nuestros propósitos. Es el espejo en que nos vemos más favorecidos, a saber, como víctimas y ofendidos, como sojuzgados y humillados, como mártires y esclavos. Sin esos agravios a los nuestros, no vamos a ninguna parte ni podemos vengarnos. Y de eso se trata, de vengarnos”. Otro día hablaré tal vez del fomento del resentimiento. Pero lo cierto es que, como he dicho, hasta Trump y sus votantes aspiran hoy a eso, a resarcirse y vengarse, a recuperar el país que según ellos se les ha arrebatado. Cuando los opresores palmarios se reclaman también oprimidos, y con ellos el planeta entero, algo está funcionando muy mal en las cabezas pensantes. Quizá es que grandes porciones de la humanidad ya no alcanzan el uso de razón, como se llamaba antes, que nos sobrevenía más o menos a los siete años. 

© El País Semanal

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