domingo, 29 de julio de 2018

Suyo es el reino

Por Javier Marías
Desde que hace años se desató, entre muchos hombres, una desaforada carrera por adular a las mujeres (y entre muchas mujeres por adularse a sí mismas), son frecuentes las versiones periodísticas, críticas, literarias y cinematográficas según las cuales el mérito de las obras de los varones notables correspondía en realidad a sus mujeres, amantes, amigas o secretarias.

A veces fue así, sin duda: en España es conocido que María Lejárraga hacía de “negra” de su marido, el dramaturgo Martínez Sierra, si bien éste nunca fue notable, la verdad. Pero toda fabulación es admisible, sobre todo en la ficción, y así, nada hay que oponer a que se presente a Zenobia Camprubí como la fautora de los versos de Juan Ramón Jiménez, a Alma Reville como el genio tras las películas de Hitchcock, a una joven como fuente de las imágenes de Shakespeare, a Gala como poseedora del talento de Dalí (yo a éste no le veo ninguno, pero en fin), a la copista de Beethoven como alma de su Novena, y así hasta el infinito. Que por ilusión no quede, todo puede ser.

Pero en los últimos tiempos se ha dado un paso más. La operación consiste no ya en atribuirles o restituirles los méritos a las mujeres que quedaron en sombra, sino en presentar a todo varón notable como a un redomado imbécil. Es en el cine donde esto se percibe mejor. Hará un lustro le tocó el turno a Hitchcock, creo que algo escribí ya en su día, discúlpenme. Hubo al menos dos películas sobre él. En una lo encarnaba el gnómico actor Toby Jones (que ya había hecho de Truman Capote) y en la otra Anthony Hopkins en una de las peores interpretaciones de su muy decadente carrera. Por supuesto su mujer, Alma Reville, aparecía como la lista y sabia de la pareja, pero eso es lo de menos. Sin duda trabajaron juntos. Lo llamativo es que en esos retratos Hitchcock no sólo era un sádico, un histérico, un déspota, un engreído y un acosador, sino un completo idiota. Tal vez fuera todo lo anterior, pero idiota es seguro que no. Basta con leer su célebre libro de conversaciones con Truffaut para comprobar que sabía lo que se hacía, y por qué, en mayor medida que casi ningún otro artista. Hopkins lo representaba, en cambio, como si hubiera sido deficiente, y ni siquiera imitaba bien su forma de hablar.

Ahora le ha tocado a Churchill, al que en poco tiempo he visto deformado en tres ocasiones. En la serie The Crown, le daba caricatura John Lithgow, que no se parece nada al Premier británico y lo hacía fatal, en vista de lo cual fue elogiado y premiado. En la película Churchill, el actor era Brian Cox, que tampoco se parece nada y ofrecía escenas grotescas sin parar. (La abandoné tras ver a Churchill arrodillado a los pies de su cama y rogándole histriónicamente a Dios unos cuantos disparates.) En El instante más oscuro, la tarea se había encomendado a Gary Oldman, que merece ser ahorcado —metafóricamente, todo hay que advertirlo— y en cambio se llevó el Óscar de este año. Como aún se parece menos a Churchill, le colocaron prótesis y maquillaje a raudales, y el resultado es una fofa figura de cera que recuerda más a Umbral (esos labios finos y cuasi paralíticos, esas gafas) que al pobre Sir Winston. Pero, más allá de eso, en las tres versiones Churchill resulta ser un memo integral. Su mujer, Lady Clementine, es más inteligente, pero eso nada tiene de particular y acaso fuera verdad. Por supuesto es un borracho constante, un grosero, un iracundo, un balbuciente, un confuso, un dementoide, alguien que se equivoca en casi todo, otro histérico feroz. Yo no conocí a Churchill, claro está, pero he oído sus discursos, lo he visto en imágenes, lo he leído e incluso seleccioné y traduje un excelente relato suyo de miedo en mi antología Cuentos únicos. De la bonhomía irónica de su expresión no queda rastro. Tampoco de su contrastado ingenio (y puede que fuera la persona más ingeniosa de su tiempo). De su magnífica oratoria, poco, o la estropean. De su visión política y bélica, más bien nada. Ya he dicho: un bobo insoportable y zafio.

Mi impresión es que, una de dos: o hay una campaña antiChurchill en su país (váyase a saber por qué), o todo esto responde a la necesidad de nuestro siglo de no admirar nunca a nadie. No se trata ya de las vetustas “desmitificaciones” de moda en los años setenta, sino de convertir en mamarrachos a cuantos llevaron a cabo algo sobresaliente. Es como si nuestra época se hubiera contagiado del mal humor y el resentimiento, presentes y retrospectivos, que dominan las redes sociales. Nadie ha sido nunca digno de respeto, y aún menos de admiración. Todo el mundo ha sido un farsante y el genio no existe ni ha existido jamás. Así que ya no basta con “descubrir” que tal individuo insigne fue un racista, el otro un imperialista, el otro un adúltero sexista, tiránico el de más allá. No, es que todos eran unos cretinos sin excepción. Es como si la sociedad actual no soportara su propia atonía o inanidad general y, para consolarse, tuviera que negarles el talento, la perspicacia, el valor, a todo bicho viviente y a todo predecesor bien muerto. Siempre he estado convencido de que la incapacidad de admirar (o sólo aquello que se sabe que es malo y que por lo tanto “no amenaza” de verdad) es lo que más delata a los acomplejados y a los mediocres. Suyo es, por desgracia, el reino en el que vivimos hoy.

© El País Semanal

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