domingo, 6 de mayo de 2018

Mejor que nada mejore

Por Javier Marías
Hace bastantes años, una escritora feminista profesional —entiendo por tales a quienes han hallado una mina en la denuncia y el lamento continuos— le propuso a una editora participar en unas jornadas literarias y le pidió que elaborara un informe sobre la proporción de manuscritos de mujeres que llegaban espontáneamente a su editorial y cuántos de ellos eran aceptados y publicados, en comparación con los de los varones. 

La editora se tomó la molestia de hacer una reconstrucción histórica (hasta donde le fue posible) y le anunció el resultado a la escritora: acababan viendo la luz, proporcionalmente, más textos femeninos que masculinos. Su sorpresa fue grande cuando la feminista profesional, en vez de alegrarse del dato y suspirar aliviada al comprobar que no en todas partes se ninguneaba a las de su sexo, reaccionó con desagrado y le vino a decir: “Ah no, esto no puede ser, esto no me vale”. La editora comprendió que no se había tratado de saber la verdad, sino más bien de encontrar un motivo más para cargarse de razón, algo con lo que fortalecer sus tesis sobre la discriminación sistemática de la mujer, algo que contribuyera a enardecer su queja habitual, que le permitiera afianzarse y exclamar una vez más: “¿Lo veis, lo veis?” No recuerdo si al final la editora dio su ponencia o se cayó del cartel, al contradecir sus conclusiones la inamovible teoría.

Hoy abundan las personas que protestan —con justicia a menudo— de una u otra situación, pero que por nada del mundo quieren ver mejoradas esas situaciones. Es más, lamentan que mejoren (cuando lo hacen), porque, si eso sucede, se quedan sin objetivo en la vida, sin lucha ni función, sin Causa, a veces sin manera de ganarse la vida. La anécdota que acabo de relatar me vino a la memoria hace un par de meses, al ver la gran encuesta que EL PAÍS publicó con ocasión del Día de la Mujer. Las encuestas y las estadísticas son cualquier cosa menos fiables. Todas están desvirtuadas desde el inicio, por: a) las preguntas que se hacen; b) las que no se hacen; c) cómo están formuladas las que sí (son capciosas con frecuencia y “teledirigen” las respuestas); d) el tipo y el número de individuos interrogados; e) cómo son presentados los resultados. EL PAÍS tituló aquel día: “Una de cada tres españolas se ha sentido acosada sexualmente”, lo cual invitaba al lector a llevarse las manos a la cabeza y pensar: “Qué espanto, qué bochorno, ¡una de cada tres!” Pero cuando uno iba a mirar los diversos cuadros en detalle, veía que la pregunta rezaba, claro: “¿Se ha sentido acosada sexualmente en algún momento?”, dando entrada con ese verbo (“sentirse”) a la más estricta subjetividad (hay gente más sensible y susceptible que otra). Se ofrecían cuatro apartados para contestar: a) una vez; b) algunas veces; c) muchas veces; d) nunca. Las que respondían “Nunca” eran en total el 63%, porcentaje que entre las de 65 años o más (es decir, entre las que habían dispuesto de mayor tiempo para sentirse acosadas) ascendía al 74%.

Que en un país tan machista como ha sido España, el 63% de sus mujeres no se hayan sentido acosadas sexualmente nunca (nunca en la vida), a mí —ustedes perdonen—me parece una buena noticia. Y, de haber sido el encargado de brindarla a los lectores, es lo que habría destacado porque lo habría visto como lo más destacable, y no tanto el tercio de las acosadas, repartidas así: una vez, el 7%; algunas, el 23%; muchas, el 2%. Todas sumadas, el 32%. Había otra serie de preguntas subjetivas, relacionadas con “el hecho de ser mujer”. A “La han menospreciado por el desempeño de su trabajo”, contestaba “Nunca” el 69%. A “La han menospreciado por sus opiniones y comentarios”, “Nunca” el 54%. A “Se ha sentido juzgada por su físico o apariencia”, “Nunca” el 50% y “Muchas veces” el 17%. A “La han tratado de intimidar”, “Nunca” el 60%. A “Le han tratado de hacer o le han hecho tocamientos”, “Nunca” el 74% y “Muchas veces” sólo el 2%. Etc.

Sí, España fue un país brutal y legalmente machista. Hace poco más de cuarenta años, bajo la repugnante dictadura, una mujer casada o menor no podía sacarse el pasaporte, ni abrir una cuenta, ni montar una empresa, ni comprar bienes inmuebles, ni casi trabajar, sin el permiso expreso del marido o del padre. Su adulterio constituía un delito y podía ser denunciado, mientras que el del hombre no. Hoy hay todavía razones de queja: la brecha salarial es la más llamativa e intolerable, y resulta criminal que haya varones que aún se crean dueños de sus mujeres. Pero que precisamente aquí, con ese pasado, haya porcentajes tan altos de ellas que nunca se han sentido acosadas, ni menospreciadas, ni intimidadas, ni han sido toqueteadas, yo diría que es para congratularse y mirar el futuro con optimismo.

Me temo que quienes presentaron esta encuesta a los lectores se asemejan a la feminista profesional del principio. Si el resultado es esperanzador, si demuestra que ya se ha operado un enorme cambio de mentalidad para bien, “no me vale”. Es un ejemplo de lo que hoy se da en muchos campos, no sólo en este, en absoluto. Existe demasiada gente furiosa que no quiere que nada mejore, para así poder seguir enfurecida. 

© El País (España)

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