miércoles, 27 de abril de 2016

Lázaro y la estatua de Néstor

Por Claudio Fantini

No siempre la palabra patético es aplicable tanto en su acepción de origen, como en la significación que le da el uso actual. En la cotidianeidad, lo patético es una variante de la ridiculez; aquella en la que interviene la lástima. Y en su etimología, la palabra viene del griego “pathethikós”, que alude a un sufrimiento o padecimiento que conmueve fuertemente.

En las imágenes que hicieron que los argentinos conozcan al abogado de Lázaro Báez, el sufrimiento del personaje incurre abiertamente en la dimensión del ridículo.

Pocas veces el patetismo resulta tan revelador. Jorge Chueco era un desconocido para la sociedad. Sólo un nombre más en la denuncia de Leonardo Fariña y en algunas crónicas pasadas. Pero de repente ese apellido, que suena a sobrenombre, se corporizó en un personaje patético.

Durante una aventura absurda, el abogado de Báez quedó a mitad de camino entre la fuga y el suicidio. Ridículo para intentar una fuga y también para intentar un suicidio que merodeó sin atreverse a concretar.

El país se enteró asombrado que ese hombre que deambulaba errático y cargado de bolsos por calles paraguayas, era el leguleyo que creó la arquitectura jurídica para encubrir el circuito del dinero que manejó Báez. El país escuchó estupefacto la descripción del hombre que intentó matarse mezclando vino y clonazepán y que en las cataratas había gritado que quería saltar.

Entre la cobardía y la estupidez, Jorge Chueco perdió la posibilidad de fugar tranquilamente merced al descuido (en el mejor de los casos) del juez Casanello. Por el contrario, fue su patética travesía lo que hizo saltar las alarmas que no habían sonado y terminó poniéndolo en manos policiales.

A renglón seguido, el país vio las imágenes de un tipo demacrado, en camiseta y bermudas, balbuceando explicaciones a policías paraguayos. Quizá esa imagen, con barba de varios días en un rostro angustiado y perdido, es la imagen del extravío en el que debiera entrar el kirchnerismo si la justicia continúa investigando y si las evidencias terminan venciendo al adoctrinamiento.

Parecía increíble que un personaje tan patético haya canalizado miles de millones de pesos hacia escondites, dentro y fuera del país. Sin embargo, Chueco fue clave en uno de los esquemas de enriquecimiento ilícito más grandes que se hayan descubierto en la Argentina. Y su fuga absurda y rocambolesca, evidenciando falta de coraje hasta para huir como un digno malhechor, es reveladora del derrumbe de una maquinaria de corrupción hasta hace poco poderosa e impune, y también de la calaña de quienes terminaron manejando las oceánicas fortunas amasadas a la sombra de Néstor Kirchner.

A esta altura parece imposible salvar el nombre del ex presidente patagónico. Además, teniendo en cuenta la visibilidad del circuito de lavado de dinero que habría funcionado a través de Hotesur y de los inmuebles de la empresa Los Sauces, también parece muy difícil que sobreviva al cataclismo judicial la imagen de su viuda: Cristina Fernández.

Sólo un testaferro se queda con el once por ciento de la obra pública al debutar como flamante empresario de un rubro con el que jamás había tenido relación. En todo caso, a esta altura de las confirmaciones que la Justicia está haciendo sobre acontecimientos largamente denunciados por opositores y periodistas, solo queda pensar que los líderes de “la década ganada” batieron records de corrupción, o bien batieron records de incapacidad y negligencia. No existe una tercera posibilidad, mientras que la hipótesis de la negligencia, en este caso, resulta menos creíble que la hipótesis de la corrupción.

La pregunta que crece, inquietante, a medida que se deshilacha el tejido de enriquecimiento ilícito, es cuánto temblor producirá la caída de la estatua de Néstor Kirchner, el prócer de “la década ganada”. Parece imposible que una oceánica fortuna haya aparecido súbitamente, sin que mediara el poder de Kirchner. También parece imposible que, por lo menos, no lo supiera la esposa y sucesora de aquel presidente.

Aun en el caso que Cristina salga indemne, se derrumbaría inexorablemente la imagen del creador del kirchnerismo, venerado por los partidarios que todavía se mantienen absolutamente fieles al liderazgo que llegó desde la lejana Patagonia.

Cuando esa estatua termine de desplomarse, producirá un fuerte temblor en el espacio político donde la convicción alcanza el rango de fe, con síntomas de fanatismo. ¿Caerá entonces el dogma según el cual las denuncias de corrupción han sido y son el arma de las oligarquías para destruir a los líderes de los movimientos populares que las enfrentaron? ¿O, como en las sectas más lunáticas, el adoctrinamiento y el fervor se impondrán sobre la contundencia de la realidad?

Mark Twain escribió que suele ser más fácil engañar a mucha gente, que hacerla ver y aceptar que ha sido engañada. ¿Podrá lograrlo el patético derrumbe de la maquinaria de corrupción que piloteaba Lázaro Báez?

© La Vanguardia

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