domingo, 31 de agosto de 2014

Mentiras sin gracia, tonterías sin nombre, decadencia sin fin

Por Jorge Fernández Díaz
Un miembro de la comunidad amish, ese entrañable grupo menonita que suele aislarse en el campo y que se resiste a la modernidad y la tecnología, viaja con su hijo hasta Nueva York y al llegar al hotel se queda perplejo frente a una extraña caja metálica que domina el vestíbulo: un simple ascensor. Ambos observan boquiabiertos cómo una anciana se introduce en esa misteriosa caja y luego, a continuación, cómo los números luminosos indican 1, 2, 3 y 4.

Pocos minutos después, los números son decrecientes: 4, 3, 2 y 1, y de esa misma caja sale una rubia de formas insinuantes. Es entonces cuando el padre amish le dice a su hijo: "Tenemos que meter a mamá en esa caja".

A Pepe Nun, ex funcionario kirchnerista y uno de los politólogos más reconocidos de América latina, le gustan los chistes de salón. Se ríe al contarme este cuento ingenuo un segundo antes de hablarme acerca del esoterismo económico, y también sobre los malentendidos y supersticiones de un gobierno que no puede reconocer las cosas tal como son. Recurro a Nun para charlar un rato sobre el crudo diagnóstico que trazó esta semana el diario francés Le Monde, según el cual nuestro desempeño económico se acerca al de Venezuela y estamos en una imparable dinámica de decadencia. "La Argentina muestra el carácter ilusorio de los discursos de las elites políticas, basado en mitos y en la negación de la realidad -dice el periódico-. Muestra el carácter suicida de la negativa a adaptarse al mundo exterior."

Puesto a elegir cuál es el problema central de nuestro país, Nun prefiere sin embargo hablar del personalismo. Poco antes de morir, el economista y sociólogo alemán Max Webber dio una conferencia para sugerir que acaso el mayor drama político consista en que un líder anteponga su vanidad. Si le sucede a un investigador científico no es tan grave, pensaba Webber, pero cuando la vanidad domina al dirigente resulta verdaderamente letal, puesto que lo guía el instinto de poderío y supremacía, y esto se ve robustecido con el narcisismo. Que usualmente desemboca en una suerte de borrachera de poder. El borracho no ve los hechos reales y pierde el sentido de la responsabilidad plena: la culpa pasan a tenerla siempre los otros. Esta concepción retrógrada de la democracia, que en tiempos recientes se reactivó cuando Cristina Kirchner ganó con el 54% y resolvió "ir por todo", nubla cualquier juicio, y de esa malformación de manual no sólo derivan errores técnicos garrafales, sino también un peligroso fenómeno social que Joaquín V. González denominó "el espíritu de la discordia".

Acepta Nun que el personalismo no es un pecado exclusivo de los Kirchner. Por lo contrario, parece un rasgo transversal a casi toda la historia argentina del siglo XX. Y ese vicio resiste una curiosa analogía médica: "Es como si un doctor enamorado de sí mismo en lugar de hacerle pruebas y análisis profundos al paciente se pusiera a hablar con él de sus propios triunfos y luego arribara a un rápido diagnóstico equivocado. Viene más tarde el cirujano y, sobre ese error, opera lo que no debe. Y desencadena una catástrofe".

El jefe directo de Pepe Nun en aquel gabinete de Néstor Kirchner tiene su propia alegoría clínica sobre la actual crisis argentina. Alberto Fernández sostiene que es como si nuestra economía tuviera de base un síndrome de inmunodeficiencia según el cual le bajan las defensas y comienza a producir distintas afecciones: default, inflación, desinversión, reservas, desempleo, recesión. El Gobierno ataca cada uno de estos males con distintos antibióticos, pero no combate el origen de la enfermedad: la falta absoluta de confianza. De este modo, el paciente está a merced de cualquier cosa, su cuerpo se encuentra sometido a una verdadera ruleta rusa.

Traigo a colación estos dos testigos porque no se trata de cuerpos extraños a la utopía kirchnerista de los comienzos y porque experimentaron desde adentro su particular toma de decisiones. Para Nun, no estamos frente a un proyecto ideológico sino unipersonal, y allí anida una vez más la raíz de nuestro eterno pero renovado declive. Para Fernández, somos objeto de los experimentos de Kicillof y el Gobierno padece una obsesión por el conflicto y una marcada vocación suicida: cuando nadie lo ataca, se agrede a sí mismo. La improvisación de los últimos días parece darle algo de razón. Se anuncia con bombos y platillos una presentación ante el Tribunal de La Haya que se desinfla en 24 horas, se blande una aplicación de la ley antiterrorista que se desmiente por medio de un funcionario de segunda, se propone una legislación contra los piquetes que queda en la nada, se impulsa una durísima ley de abastecimiento que se desfleca con reculadas y concesiones, se lanzan advertencias a los especuladores del mercado y luego se desarrolla un zigzag cambiario que desemboca en una brecha del 70%, se publicita una jihad contra el "neoliberalismo energético" y las indóciles provincias petroleras, y después negocian una paz precaria con sus gobernadores, se deciden a retirar los descomunales subsidios al transporte y terminan confirmándolos para que los gremios se plieguen al boicot de una huelga general. El oficialismo pierde consistencia y ya pega garrotazos con el diario doblado: hace ruido, pero no duele. Le queda, eso sí, una billetera con la que seguir comprando voluntades, pero está como millonario en picada: cada vez puede invitar menos copas y retener menos amigos.

Todavía logra la adhesión superficial, sin embargo, de algunos miembros del establishment, que hasta el último aliento le garronearán facilidades y acomodos, y también de ciertos adherentes que gustan del trazo grueso. Todo eso pudo comprobarse en la reunión del Consejo de las Américas. Varios empresarios locales acosaron al ministro de Economía en los pasillos del hotel Alvear con la intención última de arrancarle algún morlaco, y la intelectual Débora Giorgi cumplió con la desmesura militante, al decir frente a los micrófonos: "Que los buitres sobrevuelen, pero sepan que aquí tenemos vuelo alto, porque somos tierra de cóndores". La situación industrial difícilmente dé para bravuconadas y metáforas aéreas. Tenemos más bien un vuelo gallináceo, y cunde en la oposición una doble tontería. Primero, creer que las políticas erráticas y los desequilibrios macroeconómicos son sostenibles en el tiempo (la inflación ya se comió el 75% de la devaluación del verano), y segundo: pensar que las cosas mejorarán milagrosamente con la llegada de un nuevo gobierno. Esto incluye, por supuesto, la tentación de sostener que con un mero cambio de liderazgos se apagará el incendio, puesto que siempre hay un bombero providencial y Dios es argentino.

Nun me propone terminar con otro cuento de salón. "Cristina dijo el otro día, tal vez citando a Perón, que uno es bueno, pero que si lo controlan es mejor. Todos los organismos de control del Poder Ejecutivo están en manos del kirchnerismo. Te recuerdo que incluso Daniel Reposo, aquel que produjo un bochorno cuando fue postulado para reemplazar a Righi, es actualmente síndico general de la Nación. El único organismo independiente es la Auditoría General, que está bajo la órbita del Parlamento. Cuando cambie la administración, esos informes de Leandro Despouy serán un memorial negro de estos años. Pero hoy son permanentemente cajoneados por la mayoría oficialista. «Uno es bueno, pero si lo controlan es mejor». Ja, ja, ja, ¿no te parece un chiste realmente gracioso?" Prefiero la caja enigmática de los amish.


© La Nación

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