sábado, 8 de noviembre de 2025

Sobre la brevedad

 Baltasar Gracián / Imagen de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

Por David Toscana

Entré en una ferretería en Madrid y pregunté si tenían un desarmador torx de seguridad T20. Deliberadamente usé la palabra “desarmador” y no “destornillador”. El hombre detrás del mostrador me respondió: “No”. El monosílabo es certero, pero extrañé alguna respuesta más a la mexicana. “De momento no me queda ninguno”, o bien, “Se lo voy a quedar a deber”.

El desarmador o destornillador, lo mismo que el ascensor o elevador, son palabras que nombran el objeto por apenas la mitad de su función. Tal concisión es correcta, y por eso se toma el elevador también para descender.

El lector habrá notado los pobres endecasílabos en el párrafo anterior. Y tantas palabras agudas acentuadas en la O. Mala prosa, pues.

Dice Plutarco que hay tres respuestas a una pregunta: la necesaria, la cortés, la excesiva. En México solemos dar la cortés.

Bien conocida es la máxima de Baltasar Gracián: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Sus palabras al respecto, con el título de No cansar, vienen en varias líneas, y se nota la concisión casi telegráfica.

Suele ser pesado el hombre de un negocio, y el de un verbo. La brevedad es lisonjera y más negociante; gana por lo cortés lo que pierde por lo corto. Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo. Más obran quintas esencias que fárragos. Y es verdad común que hombre largo raras veces entendido, no tanto en lo material de la disposición cuanto en lo formal del discurso. Hay hombres que sirven más de embarazo que de adorno del universo, alhajas perdidas, que todos las desvían. Excuse el discreto el embarazar, y mucho menos a grandes personajes, que viven muy ocupados, y sería peor desazonar uno de ellos que todo lo restante del mundo. Lo bien dicho se dice presto.

Bien, ¿pero qué tanto es tantito? ¿Qué tan breve ha de ser la brevedad? Gracián dice “la brevedad es lisonjera”, pero el monosílabo “no” a mí me parece lo contrario. Será por cosa de la costumbre, pues siguiendo a Heródoto: “Si a todos los hombres se les diera a elegir entre todas las costumbres, invitándoles a escoger las más perfectas, cada cual, después de una detenida reflexión, escogería para sí las suyas”. Y luego tuerce las palabras de Píndaro para decirlo más brevemente: “La costumbre es reina del mundo”.

Remata Gracián con “Lo bien dicho se dice presto”. Se sabe que los eventos en que se abre una sesión de preguntas para el público se vuelven un despliegue de penosa oratoria. Es curioso que a tanta gente se le dificulte hacer una pregunta haciendo simplemente la pregunta. “Bueno, yo… bla, bla, antes que nada… bla, y decir que me ha parecido… bla, porque yo soy de los que… bla, bla, y como también soy escritor, bueno, escribo y no sé si eso sea ser escritor, porque escribir, lo que se dice escribir… bla, ¿sí se me escucha? ¿sí?, bueno, entonces… bla, si acaso entendí bien, tengo una duda o al menos una inquietud, bla, y la pregunta que quiero hacer… aunque más que una pregunta… bla, es, por ejemplo, si acaso…”.

La palabrería causa angustia.

Eso no lo saben los políticos.

Es habitual que los moderadores de las mesas de discusión hablen más que los participantes.

Incluso entrevistadores experimentados roban valioso tiempo con luengas preguntas, y a veces, al fingir que preguntan, lo que hacen es sugerir una respuesta o imponer una opinión.

Tampoco es que se deba ser muy escueto, pues la brevedad no se halla en la parquedad, sino en el empleo de las palabras justas.

Y esto más que nada atañe a los escritores.

Juan Rulfo lo sabía mejor que nadie. Las últimas palabras que leemos en su Pedro Páramo son: “Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó, suplicando por dentro; pero sin decir una sola palabra. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.

Un malapluma contemporáneo escribiría “Se apoyó en los brazos fuertes y recios de Damiana Cisneros e hizo el intento de caminar, pero las piernas le temblaron, carecían de aquella solidez de obelisco que tuvieron años atrás, cuando era joven y podía montar de un salto su caballo o corretear coyotes y también mujeres; ah, las mujeres, que fueron siempre su debilidad. Pero esta vez su debilidad era otra, era cosa física, no del alma. Después de cinco o seis pasos no pudo sostenerse en pie, y cayó, primero de rodillas, como si suplicara por dentro, pero en silencio, sin pronunciar una sola palabra. A continuación se fue de bruces y —cuan largo era— dio un golpe seco contra la tierra igualmente seca y se fue desmoronando poco a poco como si fuera un montón de piedras hasta quedar inmóvil por completo, ya sin aliento, sin recuerdos, sin deseos, sin vida, sin nada”.

Pero novelar no es abultar anécdotas.

Y ni se diga la no ficción. Yo supongo que para anotar los siete hábitos de la gente altamente efectiva basta una página, y no quinientas setentaiséis.

Llama la atención que buena parte de los concursos literarios más importantes pidan novelas “con extensión mínima de doscientas páginas”. Esos certámenes habrían descalificado novelas mexicanas como Los de abajoPedro PáramoAuraBatallas en el desiertoLos relámpagos de agostoEstas ruinas que vesFarabeufLa tumba; algunas bellezas latinoamericanas como Los adiosesLa invención de MorelCrónica de una muerte anunciadaEl coronel no tiene quien le escribaEl túnelLos cachorros, clásicos como El extranjeroLa metamorfosisLa muerte de Iván IlichLos siete ahorcadosMuerte en VeneciaFuga sin finUna soledad demasiado ruidosa; y le cerrarían la puerta a buena parte de la literatura japonesa.

Hablar o escribir con pocas palabras es laconismo. La RAE nos dice muy poco cuando escribe que dicha palabra viene del griego λακωνισμός (lakōnismós). Esa información, más que breve, es tacaña. Aquí lo importante es que “lacónico” viene de Laconia, la región en que habitaban los espartanos, quienes tenían fama de pronunciar pocas palabras.

Plutarco cuenta que cuando Filipo de Macedonia envió una carta a los espartanos para preguntar si lo recibirían en la ciudad, éstos respondieron con letras grandes en la misma carta: “No”.

Y en otra, Filipo escribe a los espartanos: “Si invado Laconia los arruinaré totalmente”, a lo que le contestaron: “Si”.

Ese monosílabo, pero con tilde en la “i”, lo obtuve en la siguiente ferretería.

Pregunté si tenían un desarmador torx de seguridad T20. “Sí”, me dijo el hombre. Y nos quedamos un rato mirándonos inmóviles y en silencio.

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