sábado, 21 de enero de 2023

Tarjetas rojas para el plan de demolición


Por Héctor M. Guyot

Los argentinos somos proclives al autoengaño. Durante los tres años que lleva este cuarto gobierno kirchnerista, quienes aspiramos a vivir en una república nos hemos sorprendido hasta el espanto de muchas de sus medidas. Más raro todavía, muchas veces hemos esperado de Alberto Fernández decisiones sensatas tendientes a resolver los problemas del país. En un exceso de voluntarismo, depositábamos en nuestro presidente las mismas expectativas que un ciudadano de una democracia seria depositaría en el suyo. Jugábamos a ser un país normal en un país de locos. 

Para esperar algo así de esta gestión hubo que apelar a la amnesia y olvidar cómo se creó este triunvirato y con qué objetivo llegó al poder. Si la opinión pública tuviera presente esa insólita génesis, no podría esperar del Gobierno otra cosa que lo que está llevando a cabo, es decir, el ataque a cielo abierto al Estado de derecho para obtener la impunidad de Cristina Kirchner. El cumplimiento de ese designio exige una faena destructiva: es preciso demoler las instituciones y las reglas de juego de la democracia. Eso no solo barre de plano cualquier posibilidad de mejora para los argentinos, sino que indefectiblemente provoca lo contrario. Los daños están a la vista.

Tapándose la nariz, Cristina Kirchner firmó el pacto que habilitó este gobierno por un elemental instinto de supervivencia. La única manera de detener el avance de los juicios de corrupción que se le siguen era recuperar el poder para, desde allí, dominar a la Justicia. Alberto Fernández y Sergio Massa se desdijeron de todo cuanto habían dicho acerca de su socia y firmaron ese pacto por otros motivos: el amor al poder por el poder mismo. En este sentido, ese acuerdo falaz cerrado por tres personas que solo pensaban en su exclusivo beneficio, refrendado después por gobernadores e intendentes peronistas que actuaron de la misma forma, exhibe en qué se ha convertido el partido que fundó Perón: una decadente maquinaria electoral al servicio de una oligarquía que vive del Estado, depredándolo.

En diciembre de 2003, cuando llegan a la presidencia de la nación en la estela de la crisis de 2001, los Kirchner intentaron replicar en el país el régimen retrógrado que habían desplegado Santa Cruz. Para ser eternos, había que feudalizar la Argentina. Se sirvieron para eso de la matriz corporativa que había configurado Perón a mediados del siglo pasado, fortalecida durante las décadas siguientes. También, de los recursos y estrategias que la praxis del peronismo caudillista había perfeccionado hasta allí, en la que estaban entrenados: el culto a la personalidad, la construcción del enemigo, la división de la sociedad, la persecución de la Justicia y la prensa, el clientelismo, el adoctrinamiento, la búsqueda de la hegemonía a través de un partido que aspira a ser el único.

Cuesta entender que hayan logrado traficar un proyecto autocrático de tinte fascista, reñido con la Modernidad, enmascarándolo en una suerte de revolución progresista de izquierda que venía a liberar a la patria y a redimir a los desposeídos. En este punto, más que en la habilidad que han tenido para urdir el relato “nacional y popular”, habría que reparar en la sociedad argentina, que desde la inocencia o el cinismo cerró los ojos y se entregó al engaño con consecuencias trágicas para el país y para los excluidos que los Kirchner, supuestamente, venían a rescatar.

¿Podría estar cambiando esto último? El kirchnerismo ha extremado los peores rasgos del peronismo. Ayudado por el viento de cola inicial, la tradición criolla y el espeso clima de época global, ha llegado muy lejos. Por temor o conveniencia, parte de las elites le siguió el juego. Muchos, participando de él, como está acreditado en la causa cuadernos. Otros no reaccionaron a tiempo. La radicalización actual, con el ataque desembozado a la Corte, provocó esta semana la intervención de voces relevantes que dejan al Gobierno en clara posición offside. Human Rights Watch y el gobierno demócrata de los Estados Unidos criticaron con dureza el ataque del oficialismo a la división de poderes. Hace dos días, más de 500 empresarios y personalidades destacadas enviaron una carta abierta a la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados en defensa de la Constitución, para que desistan del intento de juicio político a los miembros de la Corte Suprema. “¿Quién va a invertir en un país que cambia las reglas de juego y desconoce los fallos de la Justicia?”, dice el escrito.

Al Gobierno esto no parece importarle. La destrucción en la que se empeña es también un suicidio. El deterioro del país solo tendrá algún sentido si habilita, en este año electoral, una etapa de reconstrucción. De algún modo, casi todos estamos imbricados en el sistema perverso que el kirchnerismo usufructuó y profundizó. Empezar a desarticularlo provocará fuertes dolores de crecimiento. Los que no estén dispuestos a soportarlos y se aferren a sus privilegios y a la droga del bienestar inmediato reaccionarán como de costumbre. Lloverán piedras. Esas voces críticas que hoy resuenan con fuerza serán entonces más necesarias que nunca.

© La Nación

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