domingo, 30 de enero de 2022

Tristeza sobre tristezas

 Por Javier Marías

Ahora que ha pasado algo de tiempo desde algunas muertes inesperadas —poco para sus deudos, pero para ellos siempre será poco el tiempo—, quizá no esté de más una reflexión al respecto. Nada grata, pues me lleva a la conclusión de que este país está envilecido más allá de lo aceptable, es decir, de lo acostumbrado. Probablemente estaré anticuado, pero la muerte creo que debería invitar al silencio, al menos mientras permanezca reciente. 

A los enemigos del finado les toca callarse y no escribir sobre él nada desagradable, aunque sólo sea por respeto a quienes lo lloran y porque el difunto ya no puede contestar ni defenderse. Y a los allegados les toca lamentarse y después hacer una pausa, si no desean convertir a su ser querido y perdido en un tótem, destino que nadie merece, o en un pretexto para librar batallas que a él le resultan indiferentes, porque ya habita otro sitio, el pasado.

No digo que el pasado no deba perturbarse, y los humanos lo hacemos constantemente. Pero hay que dejar que el presente que contuvo al vivo se aleje, para que en verdad sea pasado. Lo más triste tras las muertes de Verónica Forqué y Almudena Grandes (a la primera no la conocí, a la segunda apenas, pero ambos fallecimientos los deploro) es que, sin solución de continuidad, han pasado a formar parte del espec­táculo que domina nuestra vida pública. A ello han contribuido los políticos y la prensa. En el caso de Forqué, porque murió por su propia mano, tras ser —tengo entendido— maltratada por un programa de televisión y vilipendiada en las redes sociales, siempre inclementes con los vulnerables. En el de Grandes, por su inconmovible militancia partidista. De casi ningún político español actual cabe esperar educación ni elegancia, y quienes las aguardaran del alcalde Almeida eran unos verdaderos ilusos. A ese hombre más le valdría no abrir nunca la boca. No entiendo, sin embargo, la escandalera producida por sus superfluas y desabridas palabras; en primer lugar, por lo ya dicho; en segundo, porque, si Grandes lanzó incontables venablos contra el PP, nadie en su sano juicio podría confiar en que los representantes de este partido le dedicaran una calle o la nombraran hija predilecta de buen grado (es como si mis allegados confiaran en que a mí iban a honrarme póstumamente el PP, el actual PSOE, Vox o Podemos, a los que he criticado con aspereza en numerosos artículos); y en tercero, porque no veo qué pueden importarle, a nadie medio serio, chorradas de semejante calibre. ¿Qué más dan las pompas de cualquier Ayuntamiento analfabeto y ridículo? ¿Acaso ennoblecen al muerto? Desde mi punto de vista, son más bien un escarnio, y les aseguro que no querría que mi nombre fuera nunca una calle (“Vivo en JM 16″, qué espanto) ni un premio literario (”He ganado el JM”, qué oprobio) ni un instituto (“Estudio en el JM”, qué deprimente). Hacer de eso un conflicto equivale a atribuirle importancia, cuando sólo habría que restársela.

También veo como pequeños escarnios —lo siento— los ditirambos póstumos. En esta sociedad narcisista, es como si se hubiera dado inicio a una competición para demostrar quién quería más a las difuntas y quién la suelta más aparatosa. Toda exageración tardía es a la postre una ofensa. Cuando Forqué aún vivía —y al parecer muy angustiada—, no leí que nadie la ensalzara como una de las mejores actrices nacionales y una de las más queridas. Grandes, desde su muerte, es una maestra de las letras, una figura universal y una escritora fundamental del siglo. Puede ser, he de confesar que la leí muy poco. Pero no recuerdo que hasta anteayer, cuando ella estaba en el mundo, casi nadie le brindara elogios tan superlativos, que seguramente la habrían alegrado y animado. Tan irrespetuosos han sido sus detractores como sus partidarios (bueno, mucho más los primeros). Lo que no han hecho unos ni otros ha sido dejarla en paz, ni abstenerse de blandirla como arma arrojadiza.

No sólo las muertes han pasado a ser un espectáculo más de nuestra vida degradada. Luego viene lo más jugoso, por desgracia: la búsqueda de culpables para hacer durar más la función. En el caso de Forqué —un desgarrador suicidio—, la culpa se repartía entre los responsables del humillante programa (seguramente no más que otros) y los desalmados de las redes. Y como en el de Grandes no había más verdugo que la enfermedad, han venido de perlas las declaraciones de zarrapastrosos mentales como el alcalde de Madrid, los políticos de Vox y sus columnistas y tertulianos esbirros. Así se conseguían villanos, que la habrían menospreciado cuando aún estaba de cuerpo presente (miren el Diccionario, porque esta expresión va perdiendo su significado). No sé. Creo que si estas mujeres hubieran sido enemigas personales mías, no habría pronunciado una palabra; y si hubieran sido amigas mías, habría escrito mi entristecido obituario y luego habría sido discreto, pasase lo que pasara. Todavía no alcanzo a aceptar que ninguna muerte se trate como un número más de la farsa en la que andamos inmersos. Claro que ya lo he dicho: estaré muy anticuado.

© El País Semanal

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