sábado, 18 de diciembre de 2021

Liberarse de la corrupción no es nada fácil

 Por James Neilson

Cuando los historiadores de mañana traten de explicar a los interesados el extraño destino de la Argentina, un país tan generosamente dotado de recursos materiales y humanos que les será difícil entender cómo sus dirigentes se las arreglaron para arruinarlo, no podrán sino subrayar la importancia del aporte al desastre de Cristina Fernández de Kirchner. Lo más probable es que lleguen a la conclusión de que fue fundamental no tanto por el apoyo entusiasta de la señora y sus admiradores a ideas penosamente inapropiadas para el siglo XXI, cuanto por el papel que desempeñó como el símbolo máximo de la corrupción.

Por mucho que su abnegado defensor Alberto Fernández jure creer en la “inocencia y honestidad” de quien es su jefa política -el que se haya expresado de tal modo nos dice mucho-, todos salvo algunos analfabetos están convencidos de que Cristina ha cometido una larga serie de crímenes, razón por la que subordina todo lo demás a su propia libertad.

Para la Argentina, qué hacer con una señora que en otros países, incluyendo a algunos, como Malasia y Sudáfrica, que distan de ser democracias pacíficas, estaría entre rejas pero que a pesar de todo aún conserva el poder suficiente para hacer mucho daño, es un problema mayúsculo. Aun cuando algunos integrantes de la oposición quisieran amnistiarla por lo de “la unidad nacional”, no se animarían a afirmarlo por entender que haría trizas de su autoridad moral. Otros temen que una ofensiva judicial emprendida por la Corte Suprema a fin de restaurar el Estado de derecho podría provocar reacciones inmanejables en una sociedad que está al borde de una crisis social explosiva. Así pues, por lo que, con su marido y ciertos secuaces, hizo en el pasado, Cristina sigue frenando la evolución política y por lo tanto económica del país que, mientras ande suelta, no tendrá futuro.

No es un asunto menor. Puede que la política nacional haya dejado de girar en torno a la situación judicial de la vicepresidenta, pero no cabe duda de que sigue perturbándola. Entre otras cosas, significa que para superar lo que se llama la grieta que mantiene dividida la clase dirigente, una mayoría amplia de los líderes opositores tendría que fingir compartir la opinión benévola de Alberto acerca de la gravedad de lo hecho por Cristina y su marido cuando se creían intocables, pero sucede que muchos políticos, y ni hablar de “la gente”, se niegan a hacer suya lo que para ellos es una mentira evidente. Aunque en sociedades totalitarias es habitual que el grueso de la población se sienta obligado a creer lo increíble, la Argentina sigue siendo un país democrático en que no se puede pedirles a todos indultar mentalmente a Cristina por el bien común.

Cuando Néstor Kirchner y su esposa optaron por aprovechar las oportunidades que se presentaban para transformar el poder político que les había cedido el electorado en muchos millones de dólares, inyectaron en el país un veneno que andando el tiempo lo debilitaría hasta tal punto que resultaría mucho más difícil hacer frente a los desafíos que le aguardaban. El desprecio mutuo de kirchneristas y sus adversarios tiene su origen en la corrupción consentida de los primeros que, para justificarse, se ven constreñidos a acusar a quienes los critican de delitos aún más tremendos, de ahí la noción de que Mauricio Macri sea una especie de general genocida vestido de civil. Para que el saqueo sistemático -se habla de miles de millones de dólaressea considerado una falta menor, hay que compararlo con crímenes llamativamente mayores.

No es que el matrimonio haya inventado la corrupción -ya era endémica en el país cuando se mudó de Santa Cruz a la Capital Federal-, sino que los dos la practicarían de manera tan explícita que no habría forma de ocultarla. Privaron así a sus simpatizantes de pretextos para decirse que sólo se trataba de propaganda enemiga, que, pensándolo bien, a lo sumo los Kirchner habrían sido responsables de algunos pequeños deslices contables.

El resultado es que el kirchnerismo, el movimiento que hasta hace poco era el más poderoso del país, se basa en la mala fe, en el deber de todos sus adherentes de no manifestar interés alguno en hechos indiscutibles que son de dominio público. ¿Les molesta a los militantes tener que reivindicar lo que saben es falso? Sería de suponer que por lo menos algunos se sientan apenados por el pecado original de la agrupación a la que pertenecen. Asimismo, es razonable atribuir la vehemencia de los más fanatizados a lo difícil que les es convencerse de que son tan extraordinarios los méritos políticos de Néstor y Cristina que es meramente anecdótica la avaricia insaciable que siempre los ha caracterizado.

Como los militares en 1983 cuando, con el apoyo de los peronistas, chantajeaban al país susurrándole en el oído que la democracia duraría poco a menos que los políticos respetaran la “autoamnistía” que habían promulgado, Cristina y sus incondicionales amenazan con hacerles la vida imposible a los demás si permiten que la Justicia haga su trabajo. Fue éste el mensaje truculento que el insólito ministro de Justicia, Martín Soria, se encargó de entregar a la Corte Suprema; los cuatro miembros escucharon su arenga con una mezcla de sorpresa y desdén.

Los kirchneristas subordinan tanto la política económica como la exterior al servicio de la búsqueda frenética de impunidad para Cristina y sus hijos. La campaña rabiosa que está encabezando “la doctora” contra el Fondo Monetario Internacional -es decir, contra cualquier “plan” económico que podría costarle más votos y poder- se inspira en el temor a quedarse sin fueros, no en su hipotético deseo de defender el nivel de vida de quienes se verán perjudicados por lo que a buen seguro vendrá. Asimismo, la afinidad que siente Cristina con autócratas toscos como Nicolás Maduro y Daniel Ortega, además de Vladimir Putin y Xi Jinping, puede atribuirse a la voluntad de tales personajes de asociarse con corruptos. El régimen chino los prefiere a los honestos; se sabe capaz de manipularlos.

¿Y los derechos humanos? Los kirchneristas, que se suponen dueños exclusivos del tema, se han servido de ellos para seducir a izquierdistas que dan por descontado que los abusos perpetrados por presuntos “derechistas” son infinitamente peores que los que podrían ser cometidos por quienes militan en su propia banda. Como decía Néstor, “la izquierda te da fueros”, razón por la que se apuró a incorporar facciones de retórica izquierdista al movimiento que ensamblaba y que por un par de décadas dominaría el panorama político nacional. No se equivocaba el hombre; fue una maniobra astuta que le aseguraría muchos beneficios, ya que los gobiernos calificados de “izquierdistas” o “progresistas” por los medios internacionales suelen merecer la aprobación de quienes manejan las empresas culturales más influyentes del mundo.

De más está decir que lo que de modo tan estridente está reclamando Cristina es incompatible con el Estado de derecho y por lo tanto con la democracia tal y como la entienden quienes mandan en todos los países occidentales. Sin embargo, para Cristina y también para Alberto en su versión actual, es antidemocrático insistir en que nadie puede permanecer por encima de la ley.

En el mitin que organizó La Cámpora en Plaza de Mayo la semana pasada con el presunto propósito de hacer sombra al celebrado antes por la CGT para persuadir a Alberto de independizarse de Cristina, pero supuestamente para conmemorar los 38 años de democracia ininterrumpida, la vicepresidenta trató la Justicia como si fuera parte de una conspiración monstruosa contra “los gobiernos nacionales y populares”. Según ella, los resueltos a desalojarlos del poder “no vinieron con botas, vinieron con jueces y medios hegemónicos”. En aquella ocasión, Cristina intentó hacer pensar que su propio caso era virtualmente idéntico a aquel del brasileño Luiz Inácio “Lula” da Silva, que se vio privado de su libertad en una causa que, a diferencia de las enfrentadas por la vicepresidenta y sus cómplices, si podría considerarse políticamente motivada. Por cierto, a nadie se le ocurriría acusar a Lula de haberse enriquecido obscenamente en el transcurso de una gestión que, de acuerdo común, fue bastante exitosa.

Aquel acto de la Plaza de Mayo fue seguido pronto por la pérdida formal de la mayoría automática kirchnerista en el Senado y por una “Cumbre por la Democracia”, vía zoom, impulsada por el presidente norteamericano Joe Biden. Para Cristina, fueron días nefastos. En adelante, no le será tan fácil asegurar el nombramiento de jueces proclives a favorecerla. Tampoco le será presionar al gobierno de Estados Unidos para que deje de manifestar interés en sus problemas judiciales, ya que para Biden y su equipo es necesario luchar con más ahínco contra la corrupción en todas partes del mundo. Para los norteamericanos, se trata de un vicio que, por ser típico de tiranías, les conviene aprovechar para incomodar a los chinos, rusos, iraníes y sus respectivas clientelas africanas y latinoamericanas, pero ello no quiere decir que estén dispuestos a ayudar a Cristina y a quienes la rodean a conservar la inmunidad que durante tanto tiempo han disfrutado.

© Revista Noticias

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