sábado, 23 de octubre de 2021

El perro de la guerra

 Por Arturo Pérez-Reverte

Sesenta años después vuelvo a tener en las manos Hazañas bélicas, de las primeras series publicadas en los años 50 y todavía ilustradas por el gran Boixcar: una colección mítica de tebeos infantiles que cualquier veterano de mi generación conoce bien. Un amigo lector me ha hecho llegar varios números antiguos, de los que aún no llevaban a la izquierda de sus clásicas portadas de formato apaisado la imagen, tan característica, del soldado de aspecto fatigado, tramado en verde, con casco de acero y ametralladora Thompson.

Aquella colección de episodios bélicos, leidísimos entre los chicos de entonces y también por numerosos adultos, fue incluso más popular que El guerrero del antifaz, Roberto Alcázar y Pedrín, El capitán Trueno El Jabato. Sus historietas, dibujadas primero por Boixcar y luego por su hermano, que firmaba Boix, y por artistas como Vicente Farrés y Alan Doyer, se centraron principalmente en la Segunda Guerra Mundial, y en menor medida en la de Indochina y la de Corea. Pero los números que hoy tengo delante, de la serie primitiva, poseen una particularidad especial, un puntito de morbo extra, pues son historietas de la División Azul en Rusia, de ésas que poco a poco fueron escaseando hasta desaparecer por completo cuando el régimen franquista prefirió que sus nuevos amigos los Estados Unidos, con los que estaba en plena luna de miel, olvidaran aquellos otros viejos tiempos del cuplé.

Supongo que hoy resulta difícil, por muchas y complejas razones, hacerse idea de lo que significaron esos tebeos para los niños de entonces. Su enorme influencia y las horas de lectura y juegos derivados que suscitaron. Dibujábamos a hurtadillas soldados y tanques en el cole, jugábamos a la guerra con los amigos, poníamos el rostro del mal a los siniestros comisarios soviéticos o a los diabólicos oficiales comunistas coreanos. La edad y la vida fueron situando las cosas en su sitio, y ahora, a sesenta o setenta años de aquello, la lectura de Hazañas bélicas hace sonreír con sus tramas ingenuas, buenistas y parciales tan propias de la época, con su anticomunismo radical, con su pacifismo tontorrón y cursi basado, paradójicamente, en el militarismo entonces al uso. Y todo eso me parece rodeado de un halo de tristeza añadida al considerar lo que entonces ignorábamos: que Guillermo Sánchez Boix, el genial Boixcar, guionista e ilustrador de aquellos primeros episodios, había combatido por la República y regresado a España desde un campo de concentración en Francia.

Fui, como mis compañeros de colegio y otros chicos de mi tiempo, seguidor de Hazañas bélicas, cuyos números se deshacían en casa de tanto sobarlos mis amigos y yo. Pero es que, además, puedo rastrear en ellos apuntes personales que, vistos y recordados ahora, me hacen sonreír. Como el premonitorio corresponsal de guerra Donald Bell, personaje del guionista Alex Simmons y el ilustrador Vicente Farrés. O como la noche en que, sin sospechar siquiera situaciones que se darían muchos años más tarde, realicé la primera incursión de comandos de mi vida.

No puedo evitar reírme, al recordar. Yo tenía nueve años, jugaba con mis amigos, y la chacha Pepita –escribo deliberadamente chacha, y nada más cariñoso que esa vieja y entrañable palabra doméstica– me había cosido una capucha de trapo con agujeros para los ojos; y al pasar así enmascarado ante la casa de un vecino que se apellidaba Forné o algo parecido, lo oí decir a su mujer: «Ese niño es tonto». Gravemente ofendido en mi honra infantil, lector apasionado de Hazañas bélicas como era, decidí tomar cumplida venganza del agravio recurriendo a bélicas maneras. Así que muy shakespearianamente –aunque todavía ignoraba quién diablos era Shakespeare–, decidí gritar ¡devastación! y soltar los perros de la guerra. Vivía en un lugar de Cartagena, el Valle de Escombreras, donde los niños de ambos sexos nos movíamos con una libertad que hoy resulta inimaginable. Así que esa misma noche me vestí con ropa oscura, me tizné la cara con un tapón de corcho quemado, me ceñí a la cintura mi puñal de comando de plástico y, mientras mi amigo Antoñito Rafael Lorente Muñoz vigilaba afuera equipado de la misma guisa, me introduje sigiloso en el jardín del vecino arrastrándome por las tapias, y al amparo de las sombras le vacié sistemáticamente en el suelo al señor Forné, arruinándoselas una tras otra, todas las putas macetas del jardín. Después me arrastré en retirada con la satisfacción del deber cumplido. Y al dejarme caer al otro lado de la tapia me sentía –lo juro por la memoria de Boixcar– como si acabara de volar los cañones de Navarone.

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