lunes, 20 de septiembre de 2021

El voto humillado

 "Festicholas en Olivos", 120 mil muertos, "la impunidad para una persona y sus
descendientes", la mentira y las falacias, son otros nombres de la humillación.

Por Sergio Sinay (*)

Existen sociedades civilizadas, sociedades decentes y sociedades humillantes. El filósofo israelí Avishai Margalit, profesor emérito en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Estados Unidos, creó y definió estas categorías en su libro La sociedad decente. Las sociedades decentes son aquellas que no humillan a sus integrantes, en las civilizadas los integrantes no se humillan entre sí, y en las humillantes quienes viven en ellas son permanente ofendidos desde las instituciones, las organizaciones y el propio Estado. 

Parece obvio que una sociedad en la que cualquier tema es motivo de grietas y enfrentamientos que convierten las diferencias de opinión, ideas, cosmovisión e incluso gustos en argumento válido para el enfrentamiento, la intolerancia, la descalificación y el vale todo, está lejos de ser civilizada. Cuando el Estado se convierte en botín del grupo gobernante, en motor de un impúdico capitalismo de amigos, en escenario de todo tipo de transas a espaldas de la ciudadanía, y cuando esta vive huérfana de justicia, de salud, de educación y de seguridad (como viene ocurriendo desde hace largo tiempo) estamos ante una sociedad humillante. Y frente a semejante panorama se esfuma la posibilidad de una sociedad decente.

La humillación crece en donde falta el respeto. Y para la convivencia humana el respeto es más que necesario. Ya en el siglo dieciocho el filósofo alemán Emanuel Kant (1724-1804) lo consideraba obligatorio. El respeto no se reduce a modales y cortesía, es algo más profundo y trascendente. Respetar es registrar la presencia del otro, es principio básico de la alteridad, y es reconocer la dignidad de ese otro.

Kant llamaba dignidad a aquello que hace de cada persona un ser único, inédito, cuyo lugar en el mundo como parte de un todo que es más que la suma de sus partes la convierte en irremplazable. Faltar el respeto es ignorar la humanidad del otro. Pero aún así el respeto debe ser reafirmado, cuando no ganado, pese a su obligatoriedad, haciendo honor a esa condición humana. Por eso jamás proviene de un cargo, de un rol, de una jerarquía o de una imposición. Más que exigir respeto, quien tiene poder debe ante todo demostrarlo hacia los demás y refrendar el propio a través de sus acciones.

Para ir más allá de análisis superficiales o de conclusiones fáciles acerca de los resultados de las elecciones primarias del último domingo, ayudaría considerar la cuestión del respeto. Sin duda, como en cada elección, hubo un componente económico en la votación, pero está lejos de explicarlo todo ni mucho menos.

Posiblemente haya sido el voto humillado el que impulsó la cachetada recibida por el oficialismo, para usar el término de la candidata que, mientras se dedicaba a actividades genitales (no necesariamente sinónimo de una sexualidad emocionalmente rica y gozosa), contribuía con sus dichos, bailecitos y actitudes a la pandémica falta de respeto hacia la mayoría de la sociedad que viene demostrando el combinado oficialista desde el gobierno nacional y sus filiales provinciales, especialmente la que tiene sede en La Plata. La humillación tiene el nombre de casi 120 mil muertos sin despedida y sin sepultura, que pudieron ser muchísimos menos con una política sanitaria razonable, sin matufias alrededor de las vacunas y sin repugnantes vacunatorios VIP. Tiene el nombre de decenas de miles de pymes quebradas y cerradas, de otros tantos puestos de trabajo perdidos sin retorno, de proyectos profesionales, familiares, laborales y existenciales dolorosamente abortados mientras legisladores y funcionarios se subían sus salarios, tiene el nombre de una búsqueda obscena de impunidad para una persona y sus descendientes, de festicholas en Olivos, tiene el nombre de un ejercicio cotidiano de la mentira y de la falacia a cargo de quien fue designado como testaferro para un cargo esencial en la vida de la nación. Es difícil, si no imposible, que tanta humillación desaparezca en dos meses. Y pretender borrarla con dosis de populismo multiplicadas y urgentes sería agregar más humillación a la ya provocada.

(*) Periodista y escritor

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