lunes, 23 de agosto de 2021

El ocaso del imperio norteamericano

 Por James Neilson

El domingo pasado, el día en que los talibanes ocuparon Kabul sin encontrar resistencia para instalar un régimen que a buen seguro será ferozmente oscurantista, el mundo entró en una nueva era que amenaza con ser mucho más brutal que la anterior. Hasta entonces, el orden internacional había girado, si bien de manera cada vez más errática, en torno a Washington, pero en aquel momento su poder de atracción se redujo abruptamente.

Puede que Estados Unidos aún sea una “superpotencia”, ya que a pesar de sus muchos problemas internos sigue siendo rico, posee fuerzas armadas que en teoría son imbatibles, es tecnológicamente avanzado y muy influyente en el ámbito cultural, pero quienes lo dominan son tan reacios a correr riesgos que se niegan a hacer uso de lo que tienen para defender los principios que dicen creer irrenunciables. Lo mismo que Donald Trump, el presidente Joe Biden es contrario al intervencionismo no porque se haya convencido de que es necesario respetar la soberanía ajena sino porque supone responsabilidades engorrosas que podrían ocasionarle dificultades.

Pero no sólo se trata de la humillación del país que, por sus dimensiones y su situación geográfica, salió casi indemne de las dos guerras mundiales que pusieron fin a las aspiraciones europeas y le permitieron erigirse en líder del mundo democrático, sino también del colapso de la fe de virtualmente todas las elites occidentales en el valor de su propia civilización. Hoy en día, la confianza que caracterizaba a sus precursoras decimonónicas es motivo de burlas incrédulas. La autocrítica, que en dosis moderadas puede ser muy positiva al posibilitar mejoras, se ha hecho tan vigorosa últimamente que ha llevado a los custodios de la herencia occidental a sentir vergüenza por todo lo hecho por generaciones anteriores, comenzando con las de la antigüedad grecorromana que, se supone, sencillamente no entendían que participaban de un vil proyecto racista que merecía ser repudiado por toda persona de bien.

El derrotismo resultante, que se manifiesta a través de la proliferación de cursos académicos “revisionistas” en las grandes universidades norteamericanas y europeas, además de la voluntad de primeros ministros y presidentes de distintos países occidentales de suplicar perdón al género humano por lo hecho por sus antepasados, no es un asunto meramente interno.

Las repercusiones de la crisis de confianza que tantos están experimentando ya han tenido consecuencias geopolíticas alarmantes.

Autócratas de diverso tipo, incluyendo a los energúmenos religiosos que están causando estragos tanto en el mundo musulmán como en Europa y buena parte de África, saben que, a pesar de sus riquezas materiales y habilidades tecnológicas, los países occidentales son espiritualmente tan fofos que es maravillosamente fácil intimidarlos. Para citar una vez más al difunto yihadista Osama bin Laden: “cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, preferirá el caballo fuerte”. El que a juicio de tantos afganos los talibanes son más fuertes que aquellos que habían apostado al Occidente nos dice todo cuanto necesitamos saber acerca del prestigio de Estados Unidos y sus aliados europeos en el mundo subdesarrollado.

En Afganistán, un operativo que, para una potencia imperial de otros tiempos, hubiera sido nada más que una acción policial menor destinada a conservar la paz en zonas rurales, excedió la capacidad de Estados Unidos. Aunque comprometerse a continuar manteniendo la dotación militar simbólica, que podía reforzarse con rapidez en caso de emergencia, de los años últimos hubiera sido más que suficiente como para disuadir a los talibanes, para los norteamericanos se trataba de una guerra auténtica, como si fuera equiparable con las del siglo XX, que les costaba demasiado.

Impacientes por naturaleza, no se les ocurrió que, para concretar los profundos cambios sociales y culturales que esperaban llevar a cabo, tendrían que permanecer en Afganistán por muchas décadas más y, mientras tanto, aprovechar al máximo los recursos que tenían en abundancia. Al dejar saber que querían salir lo antes posible porque no eran imperialistas, los norteamericanos efectivamente dijeron a los talibanes que sólo tendrían que esperar hasta que se fueron, llevando consigo el apoyo logístico del que las fuerzas gubernamentales dependían.

Hace apenas treinta años, cuando para asombro de los presuntos expertos de la CIA y otras agencias de inteligencia, la Unión Soviética se esfumó, pareció absurdo suponer que no sólo Estados Unidos sino también el mundo occidental en su conjunto podrían estar para acompañarla al cementerio en que yacen los restos de órdenes sociopolíticos bien muertos, pero sucede que está tan de moda el pesimismo existencial basado en la noción de que la civilización moderna ha resultado ser un error gigantesco que está programado para autodestruirse que muchos hablan como si lo creyeran inevitable.

P or cierto, pocos días transcurren sin su cuota de previsiones apocalípticas. Según algunos, hay que modificar radicalmente los medios de producción industrial y agrícola para frenar el calentamiento climático antes de que sea demasiado tarde. El que hacerlo tendría consecuencias dolorosas para centenares de millones de personas que dependen del sistema económico actual no perturba a los activistas más entusiastas o a los políticos, como Biden, que han adoptado el mismo punto de vista. Otros temen que las migraciones masivas que están en marcha terminen hundiendo a las sociedades relativamente ricas, razón por la que el mandatario francés Emmanuel Macron acaba de asegurar a sus compatriotas de que procurará mantener a raya a la multitud de refugiados afganos que ya ve acercándose. Asimismo, científicos prestigiosos nos advierten que la pandemia del coronavirus que aún estamos sufriendo podría ser seguida por otras que sean mucho más mortíferas.

Y como si todo eso no bastara, preocupa mucho el desplome espectacular de la tasa de natalidad en la mayoría de los países, de los cuales algunos –el Japón, Corea del Sur, España, Italia, Alemania, Rusia– podrían en efecto desaparecer de la faz de la Tierra antes del fin del siglo actual a menos que logren reproducirse a un ritmo adecuado, algo que, conforme a los demógrafos, les será casi imposible.

Desde hace más de cien años, Estados Unidos ha sido el gran laboratorio de la modernidad para todos salvo algunos ideólogos colectivistas. ¿Continuará siéndolo? Es poco probable. Aunque merced a empresas como Apple, Alphabet (Google) y Amazon ha conservado su liderazgo científico, tecnológico y económico, la superpotencia está tan convulsionada social, política e intelectualmente que los norteamericanos mismos se sienten desorientados.

Pues bien: ¿Cómo reaccionarán frente a la humillación que les ha supuesto la huída indigna de sus fuerzas de Afganistán? Si bien los republicanos estaban a favor de la retirada que ya había anunciado Trump, culpan a Biden por haberlo manejado de forma extraordinariamente torpe, recordándole que en los meses últimos no se habían producido muchas bajas entre las tropas e insinuando que, para ahorrarse una derrota penosa, de haber ganado las elecciones del año pasado Trump hubiera respondido con un contraataque fulminante. De todos modos, no cabe duda de que Biden ya ha tenido su momento Saigón y que la reputación de Estados Unidos ha experimentado un revés que acaso sea irreparable.

No se equivocaba por completo Francis Fukuyama en su ensayo más célebre, El fin de la Historia, cuando tomó la desintegración de la Unión Soviética por evidencia de que la democracia liberal era el mejor de los sistemas políticos concebibles, pero el que tantos repudiaran con vehemencia el planteo no tardó en obligarlo a moderar su optimismo. Mal que les pesara a los convencidos de la superioridad del poco emocionante “modelo” democrático occidental, los sueños utópicos, sean futuristas o resueltamente reaccionarios como los islamistas, resultaron ser aún más tentadores de lo que habían imaginado, sobre todo en su propio país, Estados Unidos, donde andando el tiempo las formas novedosas de racismo que serían adoptadas por presuntos progresistas darían lugar a conflictos violentos. Tal y como están las cosas, parecería que ya ha concluido el “nuevo siglo americano” que Fukuyama y otros vaticinaron; en vista de las alternativas, dista de ser una buena noticia.

Por desgracia, no hay ningún país o grupo de países que están en condiciones de tomar el relevo hasta que Estados Unidos se haya recuperado de sus heridas, si es que consigue hacerlo. Los europeos están tan acostumbrados a que los norteamericanos se encarguen de su defensa que se limitarán a exhortar a los demás a comportarse bien; el intento de ciertos políticos británicos de convencer a los franceses y alemanes de que sería del interés de todos que se quedaran en Afganistán sólo motivó extrañeza, si bien Macron y Angela Merkel se afirmaban dispuestos a colaborar en un es - fuerzo humanitario. En cuanto a los chinos, ellos también se han habituado a actuar en el orden sostenido por Estados Unidos, algo que han hecho con gran éxito, pero aún no están listos para intentar sustituirlo con uno de su propia factura. Parecería, pues, que hasta nuevo aviso el mundo tendrá que acostumbrarse a que no haya ninguna potencia hegemónica, o sea, “gendarme”, capaz de mantener un mínimo de orden.

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