viernes, 16 de julio de 2021

La incapacidad de ser felices al menos por un rato


Por Nicolás Lucca

. Anhedonia: 1. f. Med. Incapacidad para sentir placer.

Para buena parte de los argentinos el fútbol es algo que se nos escapa y controla nuestras emociones: o nos deprimimos o somos felices por cosas que hicieron otros. Más allá de un partido arreglado, un árbitro comprado, no podemos decidir a dónde van a patear, no podemos avisarle a un jugador que lo están por guadañar de atrás. Ni siquiera podemos soplar una pelota para que entre o no entre. No es muy distinto a otro deporte, pero para los que nos apasiona el balompié, no es poca cosa.

Uno ya se acostumbró a tolerar a los directores técnicos de living, a los que creen que si no ganás un mundial sos un fracasado o a tipos que hacen análisis pseudocientíficos sin tratar al paciente, como hizo Facundo Manes en un especial para la revista Noticias en el que dijo que Messi “tiene miedo a ganar” y “no ama”. También aprendí a sobrellevar a los que odian a un jugador sólo porque jugó en el equipo enemigo, aunque haya sido en las inferiores.

Son parte del folklore y se aprende a tolerarlo. En mi caso porque integro otra subespecie futbolera: el cabulero que puede pasar 120 minutos más penales con las piernas cruzadas en la misma posición y temblando de frío porque en el primer partido se olvidó de prender la calefacción.

Sin embargo, hay una clase de sujetos que me cuesta comprender, y eso que hice mérito para hacerlo: el que quiere que la Selección Nacional de Fútbol pierda y de la peor manera. Es como la sublimación de un concepto mayor del argentino conformista por excelencia: el que no quiere que le vaya mejor a él si no que se conforma con el fracaso ajeno.

Este último sábado, después de 28 años, salí al balcón a gritar Campeón. Y a Twitter, como corresponde. Fue curiosa la cantidad de gente que se lo tomó a mal. Horas después me tiraban con fotos del Obelisco. Pero yo no había ido al Obelisco. Solo festejé. Me indicaron que no se celebra sobre muertos y me sentí mal. Por los que me criticaban.

No se permiten ser felices con algo que escapa a su control ni medio segundo. Para ellos, celebrar un triunfo “es hacer más fuerte al kirchnerismo”, como si ganar un Mundial o una Copa América conllevara una mágica reforma constitucional y todos los argentinos se hicieran automáticamente kirchneristas. Son la contracara del exitismo oficialista que considera que Martínez no atajó tres penales sino que fue poseído por el espíritu de Cristina.

¿Hay gente que perdió seres queridos? Sí, claro. Yo, por ejemplo. No vivo en Marte, llevo años lidiando con una depresión que no me da respiro y ahora resulta que tengo que tomar clases sobre qué se festeja, cuándo y cómo se festeja.

Para promover el contagio de su infelicidad, apelan a los más ridículos e improbables pronósticos. “Ojalá que nos volvamos en primera ronda, así se acaba el kirchnerismo” es una frase que se solía escuchar antes del Mundial de 2014, pero que se escuchó hasta el hartazgo en la segunda quincena de junio. En aquel entonces llegué a leer que “si la Argentina gana la copa, destituyen al fiscal Campagnoli y al juez federal Lijo”, personajes centrales de las noticias políticas de aquel entonces que sufrían las peores embestidas del Cristinismo. Está bien, no ganamos aquel Mundial, pero hacía mil años que no estábamos tan conectados con una Selección. Y Cristina le sacó tanto jugo que dejó a los jugadores secos. Y se fue.

Por aquel entonces existía un programa propagandístico llamado 678 que se emitía, como no podía ser de otra manera, por la TV Pública. Lógicamente no tan ilógico, los anti exitistas entraban en el mismo juego que decían despreciar de los exististas, que hicieron de cada emisión de 678 las torsiones más extremas para comparar la buena performance del conjunto por entonces conducido por Alejandro Sabella, y el país. La diferencia radicaba en que el país era un desastre. Desde el programa decían que “se juega como se vive” e hicieron una apropiación cultural del sentimiento hacia y por el fútbol como un símbolo de felicidad kirchnerista.

Del otro lado le dieron el mismo status: ojalá que perdamos así te metés el exitismo en el culo. El oficialismo los puso en ese lugar de antipatria y compraron. Desde entonces jugamos con las reglas del kirchnerismo y parece que a algunos les gusta que el otro merezca ser destruido de la forma más humillante posible. Como si se entregara algo como la alegría colectiva a un grupo de personas por propia voluntad.

Como el contagio de la amargura no prende demasiado y nadie quiere entrar a un velorio porque sí, el anti exitista –opuesto extremo del también exitista exagerado– lleva la anhedonia al hogar de cualquiera. Basta que levantes la mano para mostrar un mínimo de sentimiento de alegría para que te caigan a recordarte que el país es una mierda y que tenemos cien mil muertos. Llegan a ver La Vida es Bella y piden la captura internacional de Roberto Benigni.

Es una reacción que no deja de llenarme de interrogantes. Incluso me pregunto si cuando tienen la posibilidad de mantener relaciones sexuales repelen a la eventual pareja copulativa bajo el argumento de “no poder darse el lujo de sentir placer sabiendo que el gobierno limitará el Contado con Liqui”.

No. ¿Cómo vas a celebrar que te recibiste de la facu mientras en Cuba están reclamando el fin de la dictadura? ¿A quién le importa que cumplas años mientras Alberto dice que no sabe qué es lo que pasa dentro de Cuba a pesar de ser presentado como el nuevo estratega regional? ¿Vas a tener un hijo? Qué lindo celebrar mientras a mí se me venció el seguro.

Seguro que incluso se reprimieron las lágrimas cuando la bendi dio los primeros pasos, porque no había nada para festejar dado que la Patria también camina, pero hacia Venezuela.

Recuerdo que en 2014, luego de la serie de penales contra Holanda, mientras algunos llorábamos de emoción, nos recordaron que Sabella era kirchnerista. Como si me importara la afiliación política de un tipo que no puede decidir absolutamente nada a favor o en contra mío al no tener ni voz ni voto en ningún cargo.

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En 2003 se publicó “Odiar es pertenecer”, un libro escrito por Eliahu Toker y Rudy. Allí se desmenuzan todos los chistes que hacían los judíos confinados en campos de concentración y ghettos. “Vestimos como en Purim, vivimos como en Sukot y comemos como en Iom Kipur”, se contaban en los ghettos los judíos con otros chistes en los que proponían ahorrar combustible si los ingleses bombardeaban Londres y los Alemanes, Berlín. O cuando Kohn se encuentra con Goldstein en una calle del ghetto y le cuenta que Rubinstein acaba de morir, lo cual Goldstein celebra porque “tuvo la oportunidad de mejorar su situación”. Y celebraban. En medio del horror y a escondidas celebraban lo que podían.

Hay gente que tiene todo y vive deprimida, hay gente que tiene poco y es feliz de a ratos. La foto que ilustra este texto tiene tres protagonistas: mi padre, quien escribe y una fecha. Está tomada en el Parque Chacabuco el 5 de junio de 1982. No hace falta ser un experto en cálculos históricos para concluir en lo obvio: la Argentina estaba en guerra. En guerra y a punto de comenzar un Mundial de fútbol.

Llevábamos un par de meses en guerra y mis padres decidieron pasar unas horas de distensión, de disfrute de un hijo al sol en un parque. Decidieron pasarla bien, ser felices por un ratito.

Pero al ver esa foto agrego algo más: fui buscado, concebido y parido en medio de una dictadura. Mis padres decidieron ser padres y ser felices en medio de un país tiranizado. Y menos de tres mes después entramos en guerra. Luego me puse a sacar cuentas y mi padre nació a inicios de 1956, con lo cual fue concebido en uno de los años más agitados de la historia del siglo XX, con un par de bombardeos contra la población civil y todo.

Finalmente, esto me trajo a que mi hermano nació en pleno pico hiperinflacionario de fines de los ochenta y que desde hace meses vemos tantos bebes recién nacidos por las calles que pareciera que ningún adulto se dio cuenta de que el mundo es una mierda.

Pero para volver a los argumentos políticos vinculados al fútbol, quiero recordar algo que escribí luego de que Romero se convirtiera en héroe en 2014 y que, siete años y tres días después, no envejeció ni un poquito. Luego de pasar a la primera final mundial desde 1990 había mucha gente preocupada por el impacto de un eventual triunfo albiceleste. Medio que no sabían si putear o aplaudir a Higuaín y Palacio.

“A los que creen que el kirchnerismo se va a la casa por perder un mundial o que sigue hasta el año 2167 si gana, les hago un breve racconto:

En 2010 nos volvimos en cuartos, al igual que en 2006. El kichnerismo sobrevivió. Es más, luego de 2010 Cristina arrasó en la reelección. En 1998 nos lo dio vuelta Holanda en cuartos de final y no creo que haya sido el factor determinante para que el 51% votara por la Alianza ya que, en 1994, la Argentina se fue deshonrada, humillada y con su mayor ídolo de la historia absolutamente desnudo y bajado del Olimpo a la mundanidad. Pero eso no influyó para que Menem fuera reelecto. ¿Qué influyó más en las victorias oficialistas de 1991 y 1993: las dos Copas América ganadas esos años o el comienzo de la estabilidad y el fin de la inflación? En 1990 perdimos con Alemania en la final y el menemismo recién nacía. En 1986 salimos campeones, pero el radicalismo perdió las legislativas, la gobernación bonaerense, la posibilidad de conservar el poder por un segundo período y el control de todo el país.

Si había alguien en 1982 que tenía todo el derecho del mundo para mandar a la puta que lo parió al Mundial de fútbol, esos eran los soldados, oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas que estaban en Malvinas. Sin embargo, los testimonios dictan que se desesperaban por recibir noticias de lo que pasaba en España. En 1978 a los únicos que les dolió que Argentina saliera campeón fue a los holandeses. Hasta los tipos que sobrevivieron a la Esma reconocieron que se emocionaron y se pasaban la info de boca en boca. Suponer que los militares conservaron el poder gracias a ganar el Mundial es ser lo suficiéntemente idiota como para olvidarse de que llegaron a la Rosada a fuerza de tanquetas y fusiles y no porque nos volvimos rengueando de Alemania Occidental en 1974.

Argentina no embocó una desde la final de 1930 hasta el `78. Pero eso tampoco influyó en la política. A no ser que creamos que las jodas de devorarnos un presidente cada dos o tres años tenía que ver con un evento deportivo que ocurría cada cuatro y en los que, a veces, ni participábamos”.

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Si regreso a la cuestión del goce y la familiaridad, no puedo dejar pasar todos estos mensajes que incluí en el texto (finamente seleccionados dado que fueron demasiados) y recordar una de las charlas que tuve con mi abuela. De hecho, la última charla que tuve con mi abuela cuando no sabía si animarme a dar un salto porque “no es el mejor momento”. Y como no sabía cuánto tiempo me quedaba con ella y las tecnologías nos permiten viajar en el tiempo, grabé y transcribo literal:

“Mirá, Nicolasito… Cuando nací estaba Yrigoyen. No tenía un año cuando ya lo habían mandado a la casa. ¿A vos te da miedo cuál es el momento ideal? Tenía nueve años cuando estalló la Segunda Guerra y terminó cuando cumplía 15. ¿Sabés lo largos que son los años cuando sos una chiquita? Con tanques y botas estudié, trabajé, me casé, tuve tres hijos, cinco nietos, me mudé tres veces, me endeudé y viví con inflación toda mi vida menos unos años. Son muy blanditos ustedes. ¿Cómo vas a esperar a que las cosas mejoren si el mundo siempre fue un peligro? Si no es una guerra es una crisis, si no un Golpe de Estado o mirate ahora este virus. Si te quedás esperando, te moris esperando”.

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Vuelvo a mirar la foto. Busco otras de la misma tarde. Las doy vuelta una y mil veces. No puedo creer ver a padres que juegan con sus hijos en medio de una guerra. En realidad no puedo creer que haya gente que tenga el tupé de decirnos que no podemos ser felices de a ratitos en medio de la pesadilla.

Les propondría dar vuelta la taba y reformular: la vida es demasiado chota como para darnos el lujo de no ser felices al menos un cachito, un domingo por la tarde en Parque Chacabuco en medio de una guerra; o un sábado a la noche desde el living en medio de una pandemia.

Si en una semana el dólar libre se va a 300 pesos no lo deciden los pibes que le ganaron a Brasil ¡en el Maracaná! Si el gobierno hace pomada todo resorte institucional tampoco se define en base a nuestro lapsus de felicidad o a la cara de culo que pongamos porque sí, porque no podemos ser felices. Ni mucho menos a la cantidad de mensajes que salgamos a repartir en los que cuestionamos que se festeje sobre el dolor de 100 mil muertos por Covid.

Como si nadie hubiera perdido a nadie. Como si no quisiéramos sonreír un ratito en medio del dolor. Como si no pudiéramos ver en la cara de alegría de un rosarino el fruto de sacarse una mochila de adoquines de la espalda. No vaya a ser cosa que nos recuerde que con esfuerzo, mucho esfuerzo, persistencia y paciencia se puede lograr lo siempre deseado.

Andá a decirle a un chico que no puede sonreír después de estar dos años encerrado y otro poco menos sin clases, sin ver en persona a sus amigos, y que tiene en esa selección a los únicos héroes que no son dibujos animados. Andá, decile que no sonría, que no llore sin que sepamos cuánto es de alegría y cuánto es desahogo.

Hay tantas cosas que no podemos decidir. Lo que sí podemos decidir es celebrar algo que es nuestro aunque no hayamos hecho nada. Y mañana se verá qué pasa. Si el país nos espera para seguir en total locura ¿cómo no vamos a sonreír? Tranquilamente podemos darnos el gusto de ser felices un ratito, de tomarnos un recreo de esta clase eterna de logaritmos a la que llamamos vivir en Argentina.

© Relato del Presente

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