viernes, 18 de junio de 2021

El capitalismo no se escribe con K

 Por James Neilson

El jefe de Gabinete del gobierno bonaerense, Carlos Bianco, dice que la gente de Juntos por el Cambio “hincha para que gane el coronavirus”. 

También lo hace su jefe Axel Kicillof; el año pasado, cuando la pandemia empezaba a cobrar fuerza en el país, festejó las hazañas del “bichito microscópico” en otras partes del mundo porque, según él, había puesto “al capitalismo patas para arriba”. 

Demás está decir que el bueno de Axel no es el único que fantasea con el derrumbe definitivo del capitalismo, aunque es de suponer que preferiría que los responsables de demolerlo no fueran bichitos sino revolucionarios humanos. Tanto aquí como en el resto del planeta, hay muchos convencidos de que el capitalismo es la fuente de todos los males.

Aunque Alberto Fernández se expresa con menos contundencia que otros peronistas que siguen combatiéndolo como han hecho –con éxito notable-, desde que su movimiento emergió de las entrañas de una dictadura militar a mediados del siglo pasado, da a entender que en su opinión convendría remplazarlo por algo distinto porque “no dio buenos resultados”.

¿Qué tienen en mente Axel, Alberto, Jorge Bergoglio y un sinnúmero de izquierdistas, progres, líderes religiosos y otros cuando aluden a los horrores que en su opinión nos trajo el “capitalismo”? ¿Creen que hay una amplia gama de sistemas económicos muy buenos disponibles pero que, por motivos perversos, los partidarios del más repugnante se las arreglaron para imponerlo? Aunque lo tratan como si fuera algo relativamente nuevo, la verdad es que alguna forma de lo que llaman capitalismo ha existido desde la antigüedad y en la actualidad es virtualmente universal; según los enemigos más acérrimos del fenómeno, la economía de la Unión Soviética fracasó porque se basaba en el “capitalismo estatal”.

Ahora bien: ¿qué es el capitalismo? Es el desarrollo económico que no se debe a la benevolencia de quienes monopolizan el poder. Surge por generación espontánea en lugares que no están bajo el control de regímenes de instintos totalitarios que intentan manejar todos los detalles de la vida de quienes los habitan con prohibiciones de diverso tipo y, a menudo, férreas leyes suntuarias. Por ser tan disruptivo el capitalismo, a través de los milenios, monarcas de diverso tipo, aristócratas feudales, clérigos y, últimamente, políticos, han procurado reprimirlo con pretextos morales. Todos tenían buenos motivos para querer hacer pensar que eran los únicos responsables de repartir los bienes materiales; huelga decir que los resultados materiales de tales esfuerzos siempre han sido llamativamente peores que los producidos por la iniciativa privada.

A esta altura, afirmar que “el capitalismo no dio buenos resultados” es francamente ridículo; hizo posible un grado de abundancia mayor al soñado por cualquier utopista de otros tiempos para que el hombre común pudiera disfrutar de un nivel de vida más alto que el de cualquier emperador romano o asiático. Así pues, atribuir al capitalismo todas las miserias humanas es tan insensato como lo sería culpar al mar por los naufragios. En la mayoría abrumadora de los países, es gracias a la iniciativa privada, porque es de ella que se trata, que una parte sustancial de la población ha salido de la miseria ancestral; en China, los así beneficiados se cuentan por centenares de millones.

Con todo, hay una excepción: la Argentina, acaso el único país que, sin ser gobernado por comunistas o devastado por una guerra atroz, ha conseguido empobrecerse. ¿Es la depauperación de cada vez más personas y la destrucción de una clase media que era la envidia no sólo de otros latinoamericanos sino también de muchos europeos la consecuencia del “capitalismo”, o de la negativa de las elites gobernantes de dejarlo funcionar como en otras latitudes? Para todos salvo los más fanatizados, la respuesta es evidente. Aquí, los resueltos a impedir que el capitalismo funcione han sido menos brutales, pero mucho más eficaces que sus equivalentes del exterior.

La hostilidad hacia el capitalismo es fácil de entender y, hasta cierto punto, de compartir: privilegia a miembros de un sector determinado, el de los fabricantes, comerciantes, banqueros y los dispuestos a colaborar con ellos, lo que molesta a los muchos cuyos valores son muy distintos. Es por lo tanto natural que intelectuales de diverso tipo, artistas, académicos, religiosos, personas que heredaron su patrimonio de antepasados considerados ilustres y políticos profesionales se crean superiores a los empresarios y quieren que el aporte que hacen a la comunidad a la que pertenecen sea debidamente reconocido por los demás. En el fondo, es una cuestión de prestigio, de asegurarse un lugar destacado en la jerarquía social y es comprensible que el ascenso de un sector históricamente desdeñado motive indignación entre quienes se sienten desplazados.

Desde que el mundo es mundo, integrantes de la coalición conformada por los reacios a tolerar el protagonismo de empresarios y financistas están militando en contra de quienes desprecian por su voluntad de adquirir riquezas. Los critican por su vulgaridad, por su falta de cultura, por ser presuntamente incapaces de entender que el dinero no es todo. En el léxico de muchos, “burgués” y, peor aún, “rico” son malas palabras. Mientras que, andando el tiempo, en otros países los gobernantes llegaron a la conclusión de que sería mejor aprovechar lo que el intelectual de clase alta John Maynard Keynes llamaba los “espíritus animales” de los empresarios, en la Argentina siguen resistiéndose a hacerlo. Sin motor, el país ha quedado parado en el subdesarrollo del cual le será sumamente difícil salir.

Tal y como están las cosas, hoy en día la alternativa frente a todos los países del mundo, con la eventual excepción pasajera de un puñado de emiratos petroleros, es ser capitalista o resignarse a la miseria generalizada. Lo entendieron muy bien los comunistas chinos que, luego de la desastrosa y terriblemente mortífera rebelión maoísta contra lo que para otros era el sentido común, optaron por un modelo “marxista con características chinas”, una mezcla de “neoliberalismo” con autoritarismo político; en un lapso muy breve, lograron que su país se erigiera en una potencia económica capaz de medirse con Estados Unidos. Puede que China nunca tenga un producto per cápita que sea equiparable con los de su rival principal, los países más prósperos de Europa, el Japón y Australia, pero merced a su gigantesco peso demográfico y al credo despiadadamente meritocrático de sus dirigentes, ya está en condiciones de aspirar al liderazgo mundial.

Mal que a muchos les pese, la Argentina tendrá que encontrar la forma de sobrevivir en el orden internacional muy competitivo que están fraguando Estados Unidos y China, una pareja en que, por paradójico que parezca, el país gobernado por quienes se dicen comunistas es de cultura aún más capitalista que aquel en que, hasta ahora, la forma de pensar que estimula la modalidad así calificada le ha servido como una especie de doctrina oficial. Sin embargo, Alberto y otros kirchneristas hablan como si creyeran que el resto del mundo debería reorganizarse para satisfacer las exigencias argentinas, de ahí la presunta necesidad de que se reforme drásticamente el sistema financiero imperante. Lo que quieren es uno en que los préstamos sean tratados como dádivas que no acarrean ninguna obligación y la corrupción sea vista como una costumbre folclórica que otros deberían respetar. A veces parecería que su objetivo es hacer de la Argentina un país planero subsidiado por los inversores y contribuyentes del mundo desarrollado.

Fuera de ciertas zonas de la “economía negra”, el capitalismo puro no existe en ninguna parte ya que, por razones políticas y humanitarias, los distintos gobiernos se esfuerzan por proteger de los rigores del mercado a los débiles y a quienes desempeñan funciones que creen “esenciales” o “estratégicas”. ¿Cuál de las variantes que se han confeccionado en otras latitudes satisfaría las demandas del kirchnerismo? De vez en cuando, Alberto, Cristina, Alex y otros dan a entender que les gustaría una escandinava, alemana o francesa, pero la verdad es que todas les serían demasiado exigentes, ya que sería imposible instalarlas en un país que no cuenta con un “servicio civil”, o burocracia estatal profesional porque todas las ramas de la administración pública han sido colonizadas por militantes políticos y sus amigos o parientes que están más interesados en su propio bienestar que en mejorar el desempeño del Estado que, para ellos, es a lo sumo una salida laboral atractiva. Por lo demás, para funcionar de manera adecuada, el “capitalismo” - es decir, la economía -, requiere una moneda estable, pero sucede que la inoperancia ocasionada por la politización de casi todo y la transformación de las instituciones estatales en cajas partidarias es de por sí inflacionaria.

Lo mismo que quienes los antecedieron en la lucha por “subordinar lo económico a lo político”, lo que realmente quieren los kirchneristas es liberarse de la tiranía de los números, es decir, de la matemática. Ya intentaron hacerlo al transformar el Indec en una usina propagandística, pero, desgraciadamente para quienes vinieron después, y para el país, la terca realidad rehusó ajustarse a sus deseos.

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