jueves, 22 de abril de 2021

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 Por Fernando Savater

Según Mark Twain, una buena biblioteca comienza suprimiendo las obras de Jane Austen (hoy podría haber dicho, con más razón, las de Judith Butler). Roberto Calasso, en un suculento librito, da consejos sobre Cómo ordenar una biblioteca (editorial Anagrama), pero habla también de las revistas literarias, del origen de ese género menor que tanto preocupa a los autores —las reseñas— y de las librerías.

Ya quedan pocas verdaderas librerías, sólo almacenes donde venden de todo, incluso libros. Calasso opina que en una librería debería haber dónde sentarse, dos o tres sillas, una butaca, un pequeño sofá... para poder reflexionar o debatir sobre las páginas que necesitamos. Los Goncourt, en su Journal, deploran la desaparición de asientos en las librerías de París: la última en desprenderse de ellos fue la de Noël France (padre de Anatole). A fin de cuentas, Calasso se dedica a ensalzar el vicio de leer y de escribir en papel, perversión inocente que indiscutiblemente ya cada vez menos practican. Temo que la pandemia acelere este abandono...

No en mi caso, desde luego. El confinamiento ha traído más libros y desorden a mi confusa biblioteca. Aquí quisiera ver a Calasso... Los recién llegados son de todo tipo. Hay libros recientes justamente celebrados, como Tomás Nevinson, de Javier Marías, con espías más literarios y menos documentales que los de Le Carré; o Gema, de Milena Busquets (¡cómo se agradece a esta Colette que cuente algo vivo sin reconvenciones morales ni políticas!).

Otros son más raros y personales, como Licofrón (editorial Círculo Rojo), de Francisco J. Fernández, un cursillo de filosofía auténtica tan técnico como lúdico; o mi descubrimiento de Maurice Renard, un H. G. Wells francés y por tanto más poético y erótico. Dice Calasso que el libro, como la cuchara, son formas para siempre.

© El País (España)

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