lunes, 1 de febrero de 2021

La chapita de Borges, metáfora de la Argentina


Por Marcelo Gioffré

En julio de 1987 llegué hasta el cementerio de Plainpalais, en Ginebra; con la misma unción que un fervoroso creyente hace el camino de Santiago, peregrinaba hasta allí para ver la tumba de Jorge Luis Borges.

Apenas dieciocho meses antes había estado charlando con él en la casa villacrespense de Ester de Izaguirre: yo tenía 25 años; él, 86. Abordé a un cuidador del cementerio y le pedí que me ayudara a encontrar la sepultura. Al principio intentó convencerme de que había personajes más interesantes, pero curiosamente no mencionó a Calvino, sino al general Dufour. En mi mitología un suizo podía admirar a un banquero, a un relojero, pero nunca lo habría asociado con la idolatría a un militar: este, sin embargo, era una especie de San Martín suizo. Amablemente rechacé la invitación, de modo que me condujo directamente adonde estaba Borges: "Écrivain", indicó, señalando una parcela. Todavía no se había levantado el monumento con la cruz rúnica y la inscripción De Ulrica a Javier Otálora que hay ahora, solo había un tingladito que rodeaba la tumba y una cruz sencilla de madera de la que colgaba un ramo de flores. En ningún lugar decía que era Borges.

Después de revisar infructuosamente, le pregunté al cuidador si había alguna forma de confirmar que era la tumba que yo buscaba. "Argentins, souvenir", sentenció, como si fuera una contraseña contundente, señalando dos orificios: cicatrices sobre la superficie de la cruz. Alguien se había llevado como recuerdo la chapita con el nombre y las fechas. ¿Podía inferirse que había sido un argentino aun cuando no había sido descubierto in fraganti? Al parecer, sí. Descreo de la idea de ser nacional y de la noción de volkgeist, y pienso más bien que todo país es un artificio, pero en ese episodio tenuemente policial creí entrever rasgos idiosincráticos del argentino: esencialmente, la atracción por la trampa.

Ocho años después, en el sótano de una galería de arte que estaba al final de la calle Florida, Isidoro Blaisten presentó el que sería su último libro de cuentos: Al acecho. En el más largo de esos relatos, "El crimen del diputado Estigmetti", hay un político que se construye una casa fastuosa, de un lujo kitsch, con una pileta olímpica donde se mueven enormes nenúfares: las plantas acuáticas crecen de modo descontrolado y atroz como una metáfora de nuestra corrupción.

En el primer peronismo Juan Duarte fue un emblema aislado de esas prácticas, pero con su muerte misteriosa la carrera delictiva abortó rápidamente. Con el menemismo la operatoria se refinó: los sobresueldos y los porcentajes de las privatizaciones fueron moneda corriente. Tal vez por eso a mediados de 2002 el entonces presidente uruguayo Jorge Batlle lanzó aquella frase que se hizo célebre: "Los argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último".

No podían Batlle y mucho menos Blaisten imaginar que, poco tiempo después, llegaría al poder alguien que acuñó un apotegma tan cínico como potente: hacer dinero para hacer política y hacer política para hacer dinero.

No fue casual entonces que se alcanzara la apoteosis de la corrupción en torno a toda la obra pública (eso que describen los cuadernos de Centeno) y que el ministro del área por aquellos años, el señor De Vido, digno epígono del diputado Estigmetti, viviera en una casa fabulosa con un zoológico adentro. Peor aún: al poco tiempo se operó una acelerada putinización del empresariado. Una lumpenburguesía de amigos se fue apropiando de las empresas públicas, repartidas como golosinas partidarias, pero también de muchas privadas a las que el gobierno ponía en la disyuntiva de malvender o ser perseguidas. Ya no se quedaban con comisiones de los negocios, sino con los negocios.

Un día, en la Feria del Libro, Luis Alberto Romero dijo: "El próximo paso del peronismo será la justificación discursiva del robo". Parecía una exageración, un chiste. Sin embargo, unos años después un politólogo que en este cuarto gobierno kirchnerista ocupa un cargo importante dentro del Ministerio del Interior sostuvo abiertamente: "La corrupción democratiza la política". Este dirigente, que en una dedicatoria de un libro suyo me llamó "amigo", lo que efectivamente éramos hasta el punto de caminar socráticamente por los bosques de Palermo mientras discutíamos de alta política, se enoja mucho cuando alguien le recuerda la propiedad intelectual de esa frase famosamente sincera. A mí en efecto dejó de hablarme. No es para menos: quedó asociado y con razón al Everest simbólico de la corrupción. Épocas en que Carta Abierta, en el éxtasis del descaro eufemístico, llegó a decir que los bolsos que José López derramaba sobre un convento constituían "una fuerte evidencia visual".

Lo más increíble es que no fue ese el punto más alto, hubo una vuelta más de tuerca.

Desde hace varios meses los talibanes del kirchnerismo vienen pugnando para que se indulte a corruptos como Milagro Sala o Amado Boudou, condenados por varias instancias. Tiraron kilos de basura sobre el edificio de Tribunales y, para despejar toda duda sobre quién está detrás de esa performance, un "camporista" de la talla de Andrés "Cuervo" Larroque participó del acto y dijo: "La Corte que la corte". También operan para que se ejerza algún tipo de indulgencia sobre Julio De Vido y otros secuaces del gang festivo. Y como telón de fondo invocan la estrafalaria teoría del lawfare, como si decenas de jueces, camaristas y fiscales se hubieran confabulado sinfónicamente para defenestrar a inocentes. Pretenden que todo se vea bajo los efectos de espejos deformantes y convertir a los victimarios en víctimas. Por este camino los querellantes y jueces terminarán presos y los corruptos, impunes y condecorados.

Las consecuencias prácticas de esta deriva están a la vista: un país que no puede brindar ni seguridad ni educación ni salud públicas. Bulimias: un estatismo sin Estado, un progresismo sin progreso. Llega a naturalizarse como una travesura que una ministra ofrezca un swinger de sueldos a su empleada doméstica. Sería infame, pero no sorprendería a nadie que se esté intentando lucrar con la salud, por ejemplo en la compra de vacunas: ¿no dijo acaso un intendente del conurbano que en las ambulancias del municipio trasladaban droga en vez de enfermos y que él "los cubría"?

Pero el dato más inquietante no es que haya corruptos, sino que hay una parte del pueblo que a sabiendas vota corruptos. Roban, pero arrojan limosnas, parecen razonar los electores.

Borges, que daba su reino por una metáfora, tropezó con una en este episodio póstumo: en el hurto de la chapita asomaba la huella digital de una vasta saga de ladrones.

© La Nación

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