miércoles, 22 de julio de 2020

Pueblo o antipueblo, el eterno chantaje de la política latinoamericana

Por Loris Zanatta (*)
La noticia de que Alberto Fernández y Andrés Manuel López Obrador están a punto de "cambiar el mundo" es decididamente exagerada. Un poco como la que una vez anunció la muerte de Mark Twain.

Sin duda, el mundo no se enteró. Mejor así: daría aliento a ciertas viejas bromas sobre el ego de los argentinos; cosas desagradables.

Sin embargo, levanta un velo sobre la política exterior del Gobierno. ¿Por qué insiste en mimar a un país remoto, México, y provocar a los países vecinos? ¿Por qué prefiere el mundo imaginario al real, los gobiernos de ayer a los que están en ejercicio, la afinidad ideológica a la geografía y el comercio? Nos pasa a todos eso de tener vecinos indeseados. Pero pocos como Fernández pensamos en desalojarlos y reemplazarlos con amigos y familiares: invoca el regreso de Correa y Lula, lo hospeda a Morales, extraña a Chávez e incluso a Lugo (sic). Si los demás lo hicieran con él, clamaría por la soberanía violada, la interferencia en los asuntos internos, el complot imperialista. Es una política desestabilizadora, conflictiva, sin ganancia aparente. ¿Cómo explicarlo?

Aunque a menudo ignorada o tergiversada, la historia ayuda a comprender. No porque Fernández se inspire en ella, sino porque es el surco en el que creció, la vía que le impide considerar otros horizontes. ¿Qué historia? Bien mirado, su política exterior es la misma del peronismo temprano: refleja el sueño eterno de unir a los latinos contra los anglosajones, de salvar la "cultura" de los "pueblos" del liberalismo que los corrompe. Así lo quiere, en los saecula saeculorum, el destino manifiesto argentino.

Sé que es un lenguaje desusado, anacrónico, pero no me culpen a mí: no es mi culpa si el peronismo toca siempre el mismo disco. Comparen los diagnósticos, lean las propuestas, oigan los lemas, busquen las raíces: el Grupo de Puebla es el heredero del ALBA, que a su vez lo era del OLAS, nieto espurio de Cusla, Atlas y de las muchas siglas acuñadas en su momento para exportar la "tercera posición". Diferentes nombre y contexto, diferentes estrategia y envoltura, idéntico en lo esencial: no es un proyecto de integración entre diferentes, de cooperación basada en intereses compartidos, instituciones comunes, respeto mutuo. No. Es una misión redentora, un sueño de fusión, de expulsión del vecino desagradable de "mi" casa.

La América Latina a la que aspira Fernández es, por lo tanto, la misma a la que aspiró Perón: una comunidad de fe poblada por gobiernos de un solo color, el paraíso de la reconquista nacional popular, la Patria Grande. Lula derribará a Bolsonaro, Correa volverá al poder y Morales con él; Chile, Perú y Colombia purgarán los pecados y regresarán al redil. Paraguay los seguirá. ¿Venezuela? ¿Nicaragua? ¿Cuba? Bien así: un pequeño Purgatorio y ya están de vuelta, puras como vírgenes. Allá arriba en el norte, lo que queda de la cuarta T mexicana cierra el círculo. Aislado, Uruguay bajará la cresta.

Como a principios de la década de 1950, cuando el sueño de la Patria Grande parecía realizado. Con tal de lograrlo Perón, como Fernández, no era muy delicado: no desdeñaba a ladrones y matasanos, estafadores y caudillos. Prefería los militares a los políticos, los cuarteles a los parlamentos; no lo digo yo, lo decía él. Se complacía con Vargas en el poder en Río; con la admiración del general Odría en Perú y la devoción del general Pérez Jiménez en Venezuela. El general Rojas Pinilla, fugaz dictador en Bogotá, trata de emularlo. Velazco Ibarra reinaba en Quito, Paz Estenssoro en La Paz, sus amigos Colorados en Asunción, Ibáñez en Santiago: todos habían llegado al poder con su ayuda, todos eran de su palo. Somoza y Trujillo lo adoraban y él los adoraba a ellos. Este es el álbum familiar peronista, para aquellos que no lo recuerdan. Allá en el norte, entonces como hoy, el nacionalismo mexicano era la otra trinchera panlatina. ¿Uruguay? Siempre solo.

Desde entonces todo ha cambiado, excepto el sueño. Donde Perón olía la gloria, Fernández busca apenas un salvavidas: de la "Argentina potencia" no quedan sino las migas. Pero tiene una baza que aquel no tenía; una baza preciosa. Cuando Eva llegó al Vaticano para abogar por la causa de la "tercera posición", encontró un muro. Solo Estados Unidos, pensaba Pío XII, podía defender la cristiandad del comunismo: ¿por qué unir a América Latina contra ellos? Hoy es todo lo contrario. El comunismo es un recuerdo, Washington jadea, en San Pedro gobierna Bergoglio. Palabras, gestos, hechos: él es el faro de la reconquista. Ayuda a Lula y reúne al peronismo, les hace guiños a Morales y Correa, envía señales a López Obrador, amonesta a Chile y Colombia, compra tiempo para Maduro y Ortega. Hasta se juega por los gobiernos de Italia y España, para la "conversión" del Fondo Monetario. Acaba de nombrar a un madurista de hierro en un cargo vaticano: causó desconcierto, pero no debería sorprender.

No es que el Papa trame o "conspire", para nada. Es que así lo requiere su idea de pueblo "mítico", de "cultura" expresada por los movimientos "nacionales y populares". ¿Que se equivocan? ¿Que son corruptos y autoritarios, ineptos e ineficientes? ¿Que matan y torturan, manipulan las elecciones y violan las constituciones? Sucede, sucede. Pero en ellos late el "pueblo", para ellos el camino de la redención siempre está abierto. Camino, en cambio, cerrado a sus enemigos, "oligarcas" de por vida, demonios expulsados del paraíso, desfigurados por el virus secular. Entre uno y otro, nada: ninguna senda reformista, democrática, secular o progresista; o nosotros o ellos, o el pueblo o el antipueblo, el eterno chantaje de la política latinoamericana, incapaz de superar las guerras de religión. Este fue y sigue siendo el mito de la Patria Grande.

¿Cómo terminará? ¿Tendrá éxito Fernández donde Perón falló? ¿El Grupo de Puebla triunfará donde fracasó el ALBA? En ambos casos la Patria Grande duró lo que dura un merengue en la puerta de un colegio. ¿Por qué? Porque el principio de realidad se impuso sobre el dogma de fe, la geopolítica sobre la ideología, la economía sobre la moral, la pluralidad sobre la unanimidad. Apuesto a que terminará así de nuevo y por las mismas razones. El abrazo de López Obrador a Trump es solo uno de los muchos indicios. Es inútil pretender expulsar a los vecinos molestos o convertirlos a nuestro credo; debemos aprender a vivir con los diferentes, aceptarlos como son. ¿Cuánto más tiempo se perderá antes de entenderlo?

(*) Ensayista y profesor de Historia de la Universidad de Bolonia

© La Nación

0 comments :

Publicar un comentario