sábado, 28 de marzo de 2020

Las lecciones del coronavirus


Por Héctor M. Guyot

En medio de la pandemia, son muchos los expertos que comenzaron a preguntarse sobre los cambios que sobrevendrán cuando la pesadilla pase. Está muy bien: lo malo sería que nada cambiara. Sin embargo, creo que hay que detenerse primero en lo que la crisis revela sobre el presente. 

Las muertes de los más viejos y débiles, los sistemas de salud colapsados, las economías paralizadas, la gente metida en sus casas, las fronteras cerradas y la incertidumbre que respiramos en estos días de cuarentena forzada hablan del mundo que hemos construido. Lo que nos pasa no es un accidente fruto del azar o la mala suerte. Es una consecuencia del modo en que estamos viviendo.

Por mirar hacia adelante, olvidamos el origen. Y el origen de esta pandemia fue un lejano mercado en Wuhan, una ciudad de la región central de China. El virus que hoy viaja a través del cuerpo de la gente, segando vidas en su camino, pasó a la especie humana a causa del desprecio más absoluto del hombre hacia la naturaleza. En especial, hacia los animales. Quien lo dude puede ver las imágenes de ese mercado, donde se pone un animal vivo sobre la mesa y se lo troza a golpes de machete para que el cliente se lo lleve en su bolsa de compras. En los pasillos dantescos del lugar se ofrecen desde perros, puercoespines y serpientes hasta murciélagos y ratas atravesadas por un palo, exhibidas como si fueran manzanas acarameladas. Un circo de la crueldad donde el virus pasó de uno de estos animales a un hombre y de allí al planeta. Me mandó el video el ecologista Luis Castelli, advirtiéndome que era muy fuerte. Cuando quise verlo de nuevo para escribir esto, apareció en la pantalla un fondo oscuro con la siguiente leyenda: "Este video se quitó debido a que infringe los lineamientos de la comunidad de YouTube".

A lo mejor YouTube tiene razón (aunque hay en el sitio otros videos de ese mercado atroz), pero veo en ese mensaje la tendencia a la negación que los humanos tenemos para todo aquello que no nos gusta o resulta más cómodo no mirar. Porque el hombre que compró y acaso se comió aquel animal que portaba el virus simboliza, en su gesto elemental, una cadena de negaciones cuyo primer eslabón es la subordinación de la naturaleza y el medio ambiente a la economía, tanto en su expresión doméstica como en su más aséptica, aunque en ocasiones también brutal, versión globalizada.

China es uno de los grandes actores de la economía global, aunque los países occidentales no saben lo que ocurre dentro de sus fronteras, y está gobernada por un partido único que ha dado suficientes muestras de no profesar un acendrado respeto por los derechos humanos de sus habitantes. Los tiempos en que Occidente defendía esos valores quedaron lejos. Hoy China ofrece un mercado inmenso y mano de obra barata. Lo demás, mejor obviarlo. Y así vamos, hasta que lo que no queremos ver se impone solo. Por ejemplo, en la forma de un virus letal que, además de provocar miles de muertes, amenaza con derrumbar esa pujante economía global que ha venido creciendo sin medir los costos, y no con el fin de acabar con el hambre en el mundo, sino para acrecentar una brecha que produce, de un lado, una acumulación desmadrada, y del otro, el vacío. No es culpa de China ni de los chinos. Más bien, es responsabilidad de los principales líderes de Occidente, entre los que hoy abundan negadores populistas que solo piensan en los números, incapaces de ver más allá de su propia soberbia, y que creen y hacen creer que el calentamiento global es un invento de viejos hippies sin mejor causa.

La crisis vino a decirnos algunas cosas que la orgullosa sociedad del siglo XXI no quiere escuchar. Además de recordarnos nuestra vulnerabilidad, la pandemia nos confronta con una evidencia difícil de esquivar: el nuestro es un mundo unificado (somos un solo cuerpo, de lo biológico a lo económico) que ha perdido la cabeza y el sentido. El coronavirus llega cuando el uso adictivo de la tecnología, además de divorciarnos del orden de lo real, impone una velocidad que anula la pausa y establece el reinado de la cantidad, una avalancha de estímulos que barre con cualquier sentido de la jerarquía y esmerila las instituciones y presupuestos en que descansaban nuestras sociedades: la confianza en la autoridad, la credibilidad de la prensa, la previsibilidad de un trabajo, la aspiración a la cultura.

Los valores humanistas de la Ilustración son cosa del pasado y no es posible volver a ellos. Pero tampoco podemos volver, cuando la pandemia pase, al mundo que teníamos antes de que irrumpiera el virus. Para abrir los ojos, para salir de la negación, para volver a nuestra conciencia individual y colectiva, la realidad nos tiene que doler. Y eso es lo que está ocurriendo en todo el globo. Ni con un Mundial, ni con la llegada a la Luna, la humanidad vibró toda junta en un solo cuerpo. Hay que combatir al coronavirus, pero al mismo tiempo deberíamos aprender de las lecciones que ofrece.

© La Nación

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