sábado, 28 de marzo de 2020

Hacia un mundo fragmentado

Por James Neilson (*)
Según los epidemiólogos, para frenar la difusión del coronavirus, bastaría con que todos nos mantuviéramos a más de dos metros los unos de los otros y que los médicos, enfermeros y personal auxiliar se protegieran muy pero muy bien. Aunque no eliminaría por completo el virus que, lo mismo que tantos otros, seguirá circulando por muchos años más, el distanciamiento voluntario haría menos probable que los hospitales se vieran abrumados por un alud de pacientes como ha sucedido en Italia y España.

¿Es tan difícil separarse un poco de los demás? Parecería que sí. No sólo aquí sino también en buena parte del resto del mundo, los gobiernos, apoyados por la opinión pública, están emulando a la dictadura china que, luego de tratar de minimizar lo que ocurría en la ciudad de Wuhan, puso en cuarentena a decenas de millones de personas. Hay señales de que el encierro drástico ordenado por el régimen está funcionando y que, en China por lo menos, el coronavirus está batiéndose en retirada; alentados por la noticia, los mercados bursátiles del mundo disfrutaron de algunas horas de felicidad. Hasta las acciones argentinas subieron y bajó el riesgo país.  

Para frustración de muchos gobiernos, el ser humano sigue siendo, como subrayó Aristóteles, un “animal social” que vive en grupos, una característica que está en la base de todas las civilizaciones. No extraña, pues, que hayan encontrado resistencia los intentos de convencer a todos de la necesidad de olvidarse de la vida social hasta nuevo aviso. Asimismo, no es necesario ser un médico para entender que un período prolongado de sedentarismo obligatorio debilitará las defensas de los encerrados contra una hueste de enfermedades peligrosas de las que la ocasionada por el virus que está propagándose por el mundo a un ritmo infernal está lejos de ser la peor.

Además de las eventuales consecuencias psicológicas, el aislamiento forzado no podrá sino tener un impacto económico negativo, ya que son muchas las actividades que requieren cierta proximidad física. Es fácil decir, como hizo el presidente Alberto Fernández, que “si el dilema es la economía o la vida, yo elijo la vida”, dando a entender que en las circunstancias actuales sólo a un materialista desalmado se le ocurriría prestar atención a algo tan vil como el dinero, pero sería un grave error subestimar los costos humanos que tendría una gran depresión económica.

He aquí las razones por las que algunos países, entre ellos Taiwán, Corea del Sur, el Japón y, hasta cierto punto, Alemania, Suecia y el Reino Unido, se han resistido a ir a extremos; preferirían limitarse a cancelar o desaconsejar eventos masivos en que podrían juntarse muchas personas sin intentar forzar a todos a permanecer en su casa, departamento o habitación. En cambio, otros países, como Francia, Italia y España, no tardaron en optar por medidas llamativamente más autoritarias, si bien un poco menos duras que las dictadas, con el apoyo decidido del grueso de la oposición, por el gobierno de Alberto Fernández con el propósito de ralentizar la proliferación del virus antes de que sea demasiado tarde.

El arma más potente de los países de Asia oriental es, cuándo no, el legado confuciano que alienta la disciplina social y la voluntad de anteponer el bienestar de la comunidad a los intereses personales, además de costumbres nada latinas que hacen más tolerable un grado de distanciamiento físico poco común en lugares en que es frecuente intercambiar besos y otras manifestaciones de afecto.

Los alemanes, británicos y sus vecinos del norte de Europa suponían que ellos también lograrían amortiguar el impacto del coronavirus sin poner a todos en cuarentena porque son menos proclives a abrazarse que los sureños, pero están cambiando de opinión con rapidez al darse cuenta de que no son lo que eran una generación o dos atrás y que, de todos modos, el patógeno está haciendo estragos en sus propias sociedades.

Fue por tal motivo que el premier británico Boris Johnson, que durante semanas había creído que sería suficiente aconsejar a la gente acatar ciertas reglas sencillas, por fin tiró la toalla para anunciar que en adelante la policía actuaría para dispersar a grupos de más de dos personas. Así y todo, los isleños aún podrán salir a la calle una vez por día para ejercitarse corriendo, caminando o andando en bicicleta.

A primera vista, las cifras son tan escalofriantes que todas las medidas pueden justificarse: hace algunos días, la Organización Mundial de la Salud nos informó que el número de casos confirmados de coronavirus se acercaba a medio millón con un tendal de casi 20.000 víctimas mortales. Sin embargo, sería normal que, en los casi cuatro meses desde que hizo su aparición en un mercado de Wuhan, murieran más de 800.000 personas por causas diversas, sobre todo por las que hasta ayer se calificaban de “naturales”. La vejez mata.

En opinión de algunos, el que muchos decesos atribuidos al coronavirus pudieran haberse debido a otras enfermedades que atacan a los ancianos ayuda a explicar la gran diferencia que se registra entre Italia y otro país envejecido, Alemania, donde la tasa de mortalidad ha sido notablemente menor; dicen que mientras que los funcionarios italianos atribuyen al coronavirus la muerte de pacientes con otras patologías que podrían serles mortales, sus homólogos alemanes propenden a discriminar mucho más.

Sea como fuere, es tan grande el temor que ha generado el virus que en todas partes los partidarios de la mano dura siguen ganando terreno a costillas de quienes habían apostado al sentido de responsabilidad de la ciudadanía local. El resultado es que en muchos países se ha instalado lo que podría llamarse el totalitarismo consensuado; cuánto más contundentes sean las medidas ordenadas, más respaldo conseguirá quien las promulga. Los voceros de los distintos gobiernos insisten en que estamos en guerra contra un enemigo inmisericorde pero que, reunidos, podremos derrotarlo con tal que olvidemos las reglas flojas que suelen aplicarse en tiempos de paz.

Todo lo cual parece lógico, pero a diferencia de la mayoría de las guerras auténticas, la metafórica que estamos librando podría ser muy larga; aun cuando se haya producido una vacuna eficaz, será imposible extirpar por completo el virus que, con otros de características parecidas, nos acecha. Pues bien: ¿cuántas semanas, o meses, puede durar la emergencia que se ha declarado?

Basándose en la experiencia china, en los países ricos se prevé que “el pico” llegue relativamente pronto, lo que les permitiría entrar en lo que, hasta que surja otro patógeno desconocido, será la nueva normalidad, pero para la Argentina, que ya antes de la aparición del coronavirus corría riesgo de sufrir un colapso económico devastador, ninguna opción realista parece buena. Aunque los hay que, alentados por la presunta superación de la “grieta” que nos mantuvo fascinados durante más de una década, esperan que en adelante la sociedad sea más cohesionada que en lo que ya es el pasado lejano, no hay ninguna garantía que se perpetúe el espíritu colaborativo que creen detectar.

Huelga decir que lo que más temen Alberto, Horacio Rodríguez Larreta, Axel Kiciloff y una veintena de intendentes es que el virus se apodere del conurbano bonaerense, esta zona inmensa en que la orden de quedarse en casa motiva situaciones mucho más difíciles que las enfrentadas por quienes cuentan con viviendas adecuadas. También preocupa, y mucho, el efecto de esta nueva crisis sobre la llamada economía negra de la que depende una proporción sustancial de la población del país. ¿Qué harán los muchos que sobreviven de changas que, por lo común, suponen un grado presuntamente prohibido de contacto persona?

En el plano internacional, las perspectivas son igualmente inciertas. Ya antes de hacer su aparición el virus, el mundo se preparaba anímicamente para una guerra, era de esperar fría, entre Estados Unidos y China, entre el país emblemático de la libertad del individuo y uno que aprovechaba los avances tecnológicos para controlar cada detalle de las vidas de sus aproximadamente 1400 millones de habitantes.

Entre los norteamericanos los había que celebraron el primer brote en Wuhan porque, aventuraron, desprestigiaría tanto el modelo chino que pondría fin al sueño de que “el imperio del medio” estuviera destinado a erigirse en una superpotencia hegemónica, quitándole a Estados Unidos el papel que desempeña a partir de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, los éxitos -que, según parece, son auténticos- que se atribuye el régimen chino, el hecho innegable de que en el resto del mundo casi todos los gobiernos están tomando medidas parecidas a las aplicadas por Pekín y la probabilidad de que Estados Unidos se convierta en el epicentro mundial de la peste que obsesiona a todos, han cambiado radicalmente la ecuación. Lo sabe Donald Trump, razón por la que se ha puesto a hablar del “virus chino”, mientras que sus simpatizantes más vehementes directamente acusan a los chinos de librar, aunque sólo fuera por no haber reaccionado a tiempo para contener la brote que se produjo en Wuhan, una guerra biológica contra la superpotencia reinante, todo lo cual hace prever que en los años venideros las relaciones entre los dos contendientes sean aún más conflictivas de lo que ya eran.

(*) Exdirector de The Buenos Aires Herald (1979-1986)

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