sábado, 4 de enero de 2020

Escalada

Por Manuel Vicent
Más fuerte, más alto, más rápido. Este imperativo categórico olímpico adquiere su esplendor en la palestra donde los atletas están destinados a borrar el tiempo y el espacio. Todo para que después de haber sacrificado una vida por arañar un centímetro a la pértiga o una milésima de segundo al cronómetro, desde la cima de la gloria puedan anunciar refrescos, relojes, zapatillas, coches, perfumes, viajes y toda clase de cacharros.

Levanta más peso, salta más alto, corre más rápido, lleva tu cuerpo al límite si quieres que tu alma sea digna de esa marca de camisa que te ofrece el atleta desde la valla publicitaria. La agonía del campeón por llegar a la meta es la misma a la que está condenado el ciudadano de tener que volver a casa siempre cargado de paquetes y no detenerse nunca hasta llenar de basura todo el planeta.

Frente a esta voracidad incontenible está la visión de aquel monje ciego del monasterio Nido del Tigre, colgado de un acantilado en el reino de Bután, que un día me dijo: deberás saber que la Tierra es una bella madre que gira alrededor del sol solo para que en tu honor florezcan los almendros en invierno, maduren las cerezas en primavera, puedas oler los aromas de los frutos del verano y se llene tu vida de todos los colores de los árboles en otoño. Deberás saber que ni tiempo ni el espacio existen. La bella madre Tierra rota sobre sí misma cada día para que en tu honor se produzcan amaneceres y hermosas puestas de sol y puedas llenar de sueños la oscuridad de las noches.

En el filo de un acantilado del Himalaya los ojos del monje ciego veían el fondo del universo. Solo los elegidos serán capaces este año 2020 de seguir su enseñanza.

Celebrar cada amanecer, convertirse en un degustador de crepúsculos con un licor apropiado en la mano es todo un récord olímpico que solo se consigue en la cima al final de una larga escalada.

© El País (España)

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