domingo, 26 de mayo de 2019

Cristina se disfraza de Alberto

Por James Neilson
No es ningún secreto que a Cristina le encanta pintarse la cara, pero hasta hace muy poco nadie había imaginado que, por una cuestión de estética electoral, la remplazaría por la de Alberto Fernández. A sabiendas de que le sería muy difícil conseguir el apoyo de la mayoría que dice que nunca se le ocurriría prestarle sus votos, como tantos hicieron en 2011, decidió que sería mejor probar suerte acompañando como aspirante a la vicepresidencia al artífice del intento de convencer no sólo al electorado local sino también al mundo, es decir, a la gente de Wall Street, de que se había transformado en una persona buenísima que nunca soñaría con lastimar a nadie y que, para más señas, entendía que, dadas las circunstancias, le convendría congraciarse con los malditos mercados financieros.

Al darse cuenta de que los resultados de sus esfuerzos en tal sentido no bastaban como para garantizarle un triunfo seguro en octubre o noviembre, Cristina optó por dar un pasito al costado y exigirle a su entrenador personal, Alberto, ser el candidato presidencial del kirchnerismo, con ella como compañera de fórmula en el papel de comisario político que cuatro años antes había confiado a Carlos Zannini; en la vieja Unión Soviética, tales personajes tenían mucho más poder real que quienes desempeñaban cargos que eran formalmente superiores.

El arreglo que se ha propuesto Cristina y sus íntimos no carece de méritos. En público por lo menos, Alberto Fernández, uno de los escasos ex funcionarios del gobierno anterior que por ahora no parece correr peligro de terminar entre rejas, sabe hablar como un moderado sensato, un tipo que es capaz de congeniar con políticos, economistas y hasta con periodistas que son hostiles al kirchnerismo, pero tales características no suelen impresionar al grueso de la clientela peronista.

Es demasiado cerebral, calculador y movedizo, como para arañarse algunos votos propios y, debido a su trayectoria zigzagueante, pocos lo creen un personaje confiable.

Por el contrario, para sus congéneres del mundillo político, su papel es el de un monje negro, un operador astuto que se especializa en idear maniobras dudosas, para no decir mafiosas, como con la que casi logró que la Corte Suprema mantuviera a Cristina fuera del alcance de la Justicia común. A su modo, encarna lo peor de la vieja política que algunos quisieran consignar al pasado. Gracias a su trayectoria zigzagueate, pocos lo creen una persona confiable.

Pero ya ha comenzado a abrir interna peronista para que los amigos de la señora puedan entrar. Quiere que los compañeros “federales”, empezando con el igualmente escurridizo Sergio Massa, reconozcan que los kirchneristas tienen la llave del tan ansiado triunfo electoral y que por lo tanto hay que tratarlos como aliados valiosos. Según se informa, algunos gobernadores ya han dejado saber que en su opinión sería un error costoso continuar boicoteando a los K; si tuvieran que elegir entre el peronismo ganador de otros tiempos y el eventual movimiento republicano, moderno y “racional” reivindicado por Juan Schiaretti, no titubearían en optar por el de antes. Su prioridad es cosechar votos; después decidirán qué hacer con ellos.

Puede que Alberto F sea un diseñador hábil de “espacios” políticos supuestamente novedosos, pero ello no quiere decir que sea capaz de erigirse en la persona indicada para gobernar el país en una etapa tumultuosa en que necesitará contar con algunos amigos entre las potencias solventes. Para lograrlo, le sería necesario persuadir no sólo a los peronistas federales sino también a buena parte de la ciudadanía de que no es una marioneta decorativa manipulada por Cristina sino un presidenciable de verdad.

Aún cuando la señora realmente quisiera limitarse a cumplir de vez en cuando un rol protocolar que le permita aferrarse a los fueros por algunos años más, dejando que otros se encarguen de las tareas aburridas que nunca le han gustado, para virtualmente todos seguiría siendo la jefa absoluta. Si Alberto procurara traicionarla nuevamente o insinuara que sería mejor que se alejara por un rato, se desataría una rebelión fenomenal en lo que entonces sería el oficialismo. Como están recordándonos los que ven en el binomio que acaba de conformarse una versión del pacto entre Héctor Cámpora y Juan Domingo Perón, por abnegados que sean, los testaferros duran poco en la jungla política nacional.

Claro, todavía quedan varias semanas antes del cierre de las listas para formalizar las candidaturas presidenciales, de suerte que Cristina, la presunta aspirante a un cargo que siempre ha desdeñado -y que se dio el gusto de informarnos quién encabezaría la fórmula, subrayando así que la confeccionó, lo cual de por sí fue insólito-, podría cambiar de opinión si las encuestas le insinúan que cometió un error grotesco como sostenía Eduardo Duhalde al comparar lo ocurrido con “la quema del cajón de Herminio”, el episodio que, según algunos, despejó para Raúl Alfonsín el camino hacia la Casa Rosada.

Puede que Cristina sea tan carismática como dicen los fieles, pero el desprecio que siente por el electorado la ha llevado a equivocarse una y otra vez, como hizo hace cuatro años al suponer que otro Fernández, Aníbal, podría derrotar con comodidad a María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires, o como obligar a Daniel Scioli a dejarse acompañar por Zannini. Fue como si Jaime Durán Barba u otro agente infiltrado macrista le hubiera susurrado al oído para que, sin habérselo propuesto, ayudara a Mauricio. O, lo que sería lógico, que no quisiera que ganara Scioli porque la experiencia le había enseñado que conviene que cada tanto el populismo brinde a los odiosos “neoliberales” una oportunidad para hacer gala de su crueldad inhumana.

En cuanto a Alberto, en las semanas próximas tendrá que encontrar el modo de mostrar que es algo más que un lacayo al servicio de una mujer mandona que no está acostumbrada a permitir a sus subordinados disentir. A menos que discrepe con algunos juicios contundentes de Cristina, será tomado por un subalterno obediente que no se anima a desobedecer órdenes, pero si se niega a permitirse tiranizar por ella, en cualquier momento podría ser blanco de uno de los misiles escatológicos que le gusta disparar contra aquellos miembros de la servidumbre que por algún motivo merecen su ira.

Así pues, se ha iniciado un psicodrama, un culebrón que a buen seguro resultará fascinante para todos, que girará en torno a la lucha de un hombre ambicioso e inteligente de principios elásticos por liberarse de las garras de una patrona a la que debe casi todo. Mal que le pese a Alberto, los votos que obtenga -si es que sobrevive como un candidato presidencial hasta octubre-, siempre serán de ella.

En un país tan caudillista como la Argentina, tales detalles importan. Por lo demás, nadie ignora que un eventual gobierno formalmente liderado por Alberto Fernández sería congénitamente inestable, una bomba de tiempo a la merced de una mujer que es notoriamente caprichosa y que no se destaca por su capacidad para pasar por alto los deslices ajenos. En una sociedad con motivos de sobra para querer disfrutar de algunos años de tranquilidad, el que una hipotética victoria de los dos Fernández plantearía el riesgo cierto de que haya un período prolongado de intrigas dignas de una corte medieval acompañadas por una serie de hecatombes económicas, no podría sino asustar a los más interesados en lo que efectivamente sucede en el país que en las vicisitudes de los integrantes de la corporación política.

Mucho dependerá de la forma en que los distintos sectores del electorado reaccionen frente a la novedad que Cristina acaba de sacar de la galera. No sorprendería que hasta los kirchneristas más fanatizados la tomaran por un síntoma de debilidad, del temor de Cristina a sufrir otra derrota, como la de 2015 y, más hiriente aún, la del año pasado cuando perdió frente a un macrista casi ignoto, y que por lo tanto quiere tener la posibilidad de endilgar un eventual fracaso a otro. Asimismo, si en las semanas próximas las encuestas dejen de sonreírles a los kirchneristas, muchos lo atribuirán a Alberto, un intrigante nato, acusándolo de aprovechar la generosidad ingenua de una viuda acosada por la Justicia politizada que estaba sumamente preocupada por los problemas médicos y judiciales de su hija.

Pos indecisos, que tal y como están las cosas tendrán la última palabra, coincidirían. Siempre y cuando el dúo imprevisto siga motivando más extrañeza que entusiasmo, entenderán que Cristina está batiéndose en retirada, ya que a esta altura lo único que le interesa son los fueros que necesita para defender su propia libertad y, tal vez, una parte del dineral que acumuló mientras estaba en el poder.

Así y todo, de difundirse la convicción de que el globo K está desinflándose, al gobierno le sería más difícil continuar presentando las alternativas ante el país en términos maniqueos, del futuro contra el pasado, decencia contra corrupción, realismo económico contra demencia chavista, sobre todo si, a pesar de las maniobras, promesas y amenazas de Alberto, los peronistas considerados racionales consiguen poner su casa en orden.

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