sábado, 9 de febrero de 2019

Una grave mutilación

El Lazarillo de Tormes - (Luis Santamaría y Pizarro - Óleo sobre lienzo)
Por Juan Manuel De Prada

Conversando con un amigo, veterano profesor de literatura en un instituto, acabamos llorando la paulatina desaparición de las grandes obras clásicas de nuestra literatura del bachillerato. Es el corolario natural del progresivo arrinconamiento de la literatura en los planes de estudio, que poco a poco ha ido perdiendo distinción como asignatura.

También es la expresión más evidente de que en nuestro sistema educativo se está produciendo una ruptura tal vez insalvable: enseñar, a fin de cuentas, no es otra cosa sino entregar a quienes nos suceden un tesoro que, a su vez, nos entregaron quienes nos preceden; y la ruptura de esa cadena es siempre un hurto, a veces también una herida irrestañable.

Me cuenta mi amigo que la última obra que se ha caído de la lista ha sido el Lazarillo de Tormes, el más juvenil y vibrante de nuestros clásicos. Imagino que, si se buscara al responsable o responsables del desaguisado, esgrimirían que las nuevas generaciones no están versadas en el castellano antiguo que emplea el anónimo autor de la novela, que la obra está llena de referencias históricas, sociales o religiosas ininteligibles para un adolescente de nuestro tiempo y que, en fin, ningún provecho o utilidad directa se puede extraer de una novela que narra formas de vida felizmente extintas (aunque habrá que ver si no vuelven), de tan miserables y ásperas. La confidencia de mi amigo me ha impresionado mucho, pues la lectura del Lazarillo ha sido una de las experiencias (y no sólo intelectuales) más gratas y transformadoras de mi vida. No me refiero tan sólo al disfrute estético que hallé entre sus páginas, sino al conocimiento profundo de la naturaleza humana y del ‘alma española’ que nos brindan.

Los personajes del Lazarillo siguen tan vivos hoy como en el tiempo en que fue escrito: el ciego, el clérigo, el hidalgo, el buldero, el arcipreste… Y su percepción de lo cotidiano es inigualable: una cocina con lumbre, una jarra de vino, un trozo de longaniza, un racimo de uvas, una uña de vaca, un troncho de berza… minucias que se quedan temblando en nuestra memoria, ligadas a episodios que ya nunca podremos olvidar, porque nos interpelan muy vivamente. La lectura del Lazarillo, como la de otras grandes obras de nuestra literatura, ensancha nuestro horizonte vital, porque nutre nuestra genealogía espiritual: nos ayuda a entender lo que somos a través de lo que fuimos; y nos enseña que aquello que fuimos es, en esencia, lo mismo que seguimos siendo. Este ‘eterno humano’ que sobrevive a las contingencias más diversas (y también a los artificiosos esfuerzos por acallarlo) sólo los grandes maestros literarios fueron capaces de alumbrarlo; y, alumbrándolo, hicieron más llevadero nuestro peregrinaje por la tierra. Lo que los grandes clásicos nos aportan no puede ser sustituido por lecturas de temporada u ocasión, porque el sentido de la lectura no es –como nuestra época predica— procurarnos entretenimiento (visión lúdica), ni estimular nuestras habilidades mentales (visión utilitaria), sino ayudarnos a descifrar el misterio humano. Y este desciframiento del misterio humano sólo lo hallamos en los grandes clásicos.

Nunca olvidaré aquel pasaje del Lazarillo en el que el protagonista, que sirve a un escudero zarrapastroso, consigue por caridad una uña de vaca para matar el hambre, dado que su amo no le procura sustento. Mientras trata de comer a hurtadillas la uña de vaca, el escudero se le acerca; y Lázaro no logra evitar que se le ablande el corazón, repartiendo con su amo el pobre manjar.  Hay en aquel pasaje un conocimiento tan profundo –tan delicado y, a un tiempo, desgarrador– del alma humana que uno, mientras lo lee, se siente dilucidado por dentro, como escrutado por una máquina de rayos X. Privar a los jóvenes de una experiencia tan iluminadora es un crimen de lesa humanidad que pagaremos con creces; que ya estamos pagando, en realidad, aunque no nos demos cuenta. Pues no se puede privar impunemente a nadie de lo que en justicia le pertenece. Y al privar a nuestros jóvenes de la lectura de clásicos como el Lazarillo les estamos infligiendo una mutilación gravemente injusta que se volverá contra nosotros. Pues la injusticia, como enseñaba el gran Castellani, es un veneno moral que acaba enturbiando de perversión y resentimiento el alma de quien la padece.

Hoy dejamos a nuestros jóvenes sin Lazarillo, por enseñarles informática e inglés (para convertirlos en los parias multiusos al servicio de la economía sistémica). Es una injusticia y una falta de caridad mucho más sórdida que privar al hambriento de una mísera uña de vaca. Pero nuestros jóvenes se vengarán de esta injusticia; y cuando sean adultos nos darán peor trato que el ciego al Lazarillo.

© XLSemanal

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