sábado, 16 de febrero de 2019

La izquierda renace en Estados Unidos

Por James Neilson
Dice el refrán que, en el reino de los ciegos, el tuerto es rey. Puede entenderse, pues, que en una época tan confusa como la nuestra en que las viejas ortodoxias políticas ya no sirven, ningún programa económico brinda los resultados previstos y hasta los más afortunados se sienten inseguros, muchos creen que ha llegado la hora de intentar algo radicalmente diferente sin saber muy bien lo que están buscando.

Tal vez la situación sea distinta en países como China que están desarrollándose con rapidez impresionante, pero en el mundo ya rico predomina el pesimismo, la sensación de que el futuro será peor que el pasado, de ahí la voluntad de tantos de que todo cambie.

El que mejor ha aprovechado el clima anímico que se difundió en los años que siguieron a la convulsión financiera de 2008 es Donald Trump. Como paladín de aquellos norteamericanos que sienten que su país se les ha vuelto irremediablemente ajeno, es el padrino de todos los movimientos “populistas” que están reestructurando el panorama político a lo largo y ancho del mundo occidental.

Entre los más perjudicados por lo que encarna el magnate han sido los viejos partidos socialistas de Francia, Italia y Alemania. Antes casi hegemónicos, hoy en día parecen estar en vías de extinción. Con todo, a pesar de tales desastres, y del ejemplo nada alentador brindado por el “socialismo del siglo XXI” en Venezuela, hay un país en que muchos militantes izquierdistas enfrentan el futuro con optimismo exuberante.

Por raro que parezca, se trata de Estados Unidos donde, gracias en buena medida a la agresividad y arbitrariedad de Trump, izquierdistas de diverso tipo se las están arreglando para apoderarse del Partido Demócrata y confían en que uno de los suyos podrá mudarse a la Casa Blanca luego de ganar las elecciones presidenciales del año que viene.

En tal caso, Trump podría ufanarse de ser el máximo responsable no sólo de las hazañas de la nueva derecha en Europa, sino también de las que en los años próximos podría anotar la izquierda en su propio país. Para los europeos, en especial los que pertenecen a lo que queda de la clase obrera o la clase media marginal que se habían acostumbrado a apoyarlo, el socialismo fracasó, es el pasado; para una minoría creciente de norteamericanos, es algo nuevo y por lo tanto atractivo.

Será por tal motivo que, con muy escasas excepciones, los presuntos presidenciables demócratas se ubican bien a la izquierda de Hillary Clinton e incluso de Barack Obama. Algunos, como la californiana Kamala Harris –una de las muchas mujeres que ya se han postulado para asumir el mando del país más poderoso del planeta–, quieren estatizar por completo el caótico y costosísimo sistema de salud, perdonar las deudas colosales que han acumulado los estudiantes universitarios, obligar a los ricos a pagar impuestos draconianos y llevar a cabo una revolución verde que virtualmente eliminaría el uso de combustibles fósiles dentro de diez años. Y, con el presunto propósito de jorobar a Trump que, como los demócratas mismos cuando Obama estaba en el poder, se opone a la entrada descontrolada de millones de inmigrantes, los más combativos reclaman una política de fronteras abiertas.

Entre los radicales más influyentes en el Partido Demócrata está la congresista más joven de la historia de su país, la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez, de 29 años. Aunque a juzgar por lo que dice, la legisladora dista de estar bien informada y sus frecuentes meteduras de pata divierten enormemente a sus adversarios, muchos ven en ella la nueva cara del progresismo estadounidense y prevén que, después de adquirir más conocimientos, podría desempeñar un papel significante en la vida pública de la superpotencia.

El gurú actual de Ocasio-Cortez y la persona que, es de suponer, se encargará de su formación, es el senador Bernie Sanders, el que perdió ante Hillary Clinton en la interna demócrata de 2016. En aquel entonces, los operadores del partido lo hicieron tropezar porque creían que era demasiado izquierdista para Estados Unidos, un país en que –como en la Argentina–, la mayoría nunca se ha sentido atraída por el credo socialista, pero parecería que la debacle protagonizada por Hillary frente a Trump ha privado a la vieja guardia de su veto tradicional.

Por cierto, a los moderados que privilegian los consensos y buscan congraciarse con sectores amplios de la población no les sería del todo fácil frenar el avance del ala izquierda que cuenta con el apoyo entusiasta de legiones de estudiantes que son partidarios fervorosos de lo políticamente correcto y atacan con virulencia y hasta con violencia a quienes no comparten todos sus prejuicios.

Trump coincidirá con los demócratas moderados en cuanto a las posibilidades electorales de un eventual candidato radical, aunque, claro está, preferiría no tener que enfrentarse con un moderado que no asusta a nadie. Por su propia experiencia, sabe que hay una diferencia muy grande entre las internas partidarias y las elecciones generales. Consiguió la nominación republicana contra la voluntad de los jerarcas del partido merced al respaldo popular. Cree que si los demócratas, presionados por las bases, optan por un candidato que podría acusar de extremismo, tendrá asegurada la reelección.

También se vería beneficiado por los esfuerzos de los aspirantes demócratas por complacer a quienes están pidiendo reformas drásticas. Para aplacar a los activistas, asumen posturas que antes les parecían negativas, transformándose de conservadores tibios en progresistas vehementes. Desgraciadamente para tales camaleones, hoy en día es maravillosamente fácil desenterrar evidencia de pecados ideológicos y, en ocasión, personales cometidos cinco, diez, veinte o treinta años atrás. Aunque Trump mismo se ha mostrado capaz de sobrevivir a las denuncias más escabrosas, los demócratas están pasando por una fase puritana y por lo tanto son menos tolerantes cuando es cuestión de los deslices de sus dirigentes.

Así, pues, una favorita de los halcones izquierdistas, la senadora Elizabeth Warren, tendría que superar el baldón que le supone haber fingido ser de ascendencia india, en su caso Cherokee, para disfrutar de las ventajas sustanciales que en Estados Unidos se otorgan a los integrantes de minorías étnicas; según una prueba de ADN a la que se sometió, a lo sumo tendría una pequeñísima gota de sangre indígena. A Trump le encanta mofarse de la senadora que sueña con desplazarlo; siempre la llama Pocahontas, el nombre de la hija de un jefe de una tribu de indios que habitaba Virginia que, a comienzos del siglo XVII, se casó con uno de los primeros colonos ingleses, lo que le mereció un lugar destacado en los libros de historia norteamericanos. Huelga decir que, si Warren obtuviera la nominación demócrata, Trump y sus simpatizantes usarían el apodo burlón para que su campaña resultara ser una farsa.

Ahora bien, no es difícil entender el interés repentino de los demócratas norteamericanos en recetas izquierdistas para solucionar o, por lo menos, atenuar los muchos problemas de su país. Lo mismo que en Europa, se ha ensanchado la brecha económica que separa a los muy ricos de los demás, las incesantes innovaciones tecnológicas motivan más inquietud que esperanza y propende a intensificarse el desprecio que las elites sienten por quienes no respeten los valores a su juicio progresistas que reivindican.

Aunque en Estados Unidos, como en Europa, los más fascinados por las ideas izquierdistas propenden a ser los retoños de familias relativamente adineradas, mientras que son cada vez más los plebeyos que adoptan actitudes denostadas como derechistas, los demócratas apuestan a que la conducta errática de Trump, además de promesas de subsidios de todo tipo, les permita obtener los votos que necesitarían para expulsarlo de la presidencia.

Desde hace muchos años, los estrategas demócratas están procurando construir una gran coalición arco iris conformada por minorías que se suponen víctimas del sistema imperante, aseverándose solidarios con una multitud de grupos: negros, hispanos, musulmanes, feministas, homosexuales y transexuales. Creen que, sumados, les asegurarán una cantidad insuperable de votos.

En cuanto a los blancos que aún constituye al menos la mitad de la población, podrán hacer su aporte si se arrepienten y colaboran con el esfuerzo por depurar la sociedad de las consecuencias de los siglos de opresión racista y sexista que según los ideólogos está en la raíz de todos los problemas sociales de su país. Se trata de un rol que muchos que ocupan lugares clave en los medios y el mundo académico están más que dispuestos a cumplir.

Los muchos blancos de la clase media acomodada que sienten culpa por los crímenes que atribuyen a sus congéneres de generaciones anteriores son los militantes más eficaces de la “política de la identidad” que se ha amalgamado con una versión del socialismo para crear la ideología que está ganando terreno en el Partido Demócrata. ¿Podrían exportar a América latina lo que están fraguando? Puesto que modas que originaron en las universidades norteamericanas, como las del “yo también” de los feministas, del “matrimonio igualitario” y de la corrección política, pronto produjeron copias en la región, es de suponer que el neoizquierdismo norteamericano tendrá cierto impacto, aunque por ser tan diferentes las circunstancias sorprendería que cambiara mucho.

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