lunes, 4 de febrero de 2019

El cambio cultural, el acuerdo nacional y las ideas voladoras

Por José Nun (*)
En las zonas cálidas abundan los peces voladores, que saltan casi un metro fuera del agua y planean unos 200 metros antes de volver a sumergirse. ¿Por qué lo hacen? Para huir de sus atacantes marinos. Tienen un aire de familia con los planteos de muchos de nuestros políticos. Éstos lanzan ideas voladoras, que tampoco llegan demasiado lejos pero les sirven para salir a la superficie, esquivar a sus críticos y entretener a sus seguidores.

En el último año, sobresalieron un par de estas ideas. Una fue la del cambio cultural y otra la de un acuerdo nacional. Planean bajo pero suenan bien. Las palabras, se sabe, son herramientas que cumplen funciones y por eso importa menos el diccionario que el modo en que se las usa. Definirlas suele ser una ceremonia vacía: hay que ver para qué sirven. Y más en el caso de las ideas voladoras. Así, emplean la noción de cambio cultural desde los admiradores locales de Trump o Bolsonaro hasta quienes atacan o defienden al neoliberalismo. Ahora, en pleno año electoral, se invoca la idea de un acuerdo nacional, como si fuera posible en las actuales circunstancias. Claro que resulta mucho más simpático que referirse a un toma y daca por posiciones de poder o, ni se diga, a roscas o contubernios.

¿Acaso estoy en contra de un acuerdo nacional? Desde luego que no. Lo que cuestiono es que se quiera poner el carro delante del caballo. Si fuera algo más que una idea voladora, se debería haber abierto un gran debate acerca de un conjunto de temas de mediano y largo plazo largamente ignorados o postergados para que sea luego la propia ciudadanía quien le exija a sus representantes que negocien una concertación. La disposición a participar de amplios sectores de la población ya quedó suficientemente demostrada con las movilizaciones sobre la legalización del aborto o la igualdad de género. Lo contrario supone imaginar que una dirigencia carente de propuestas y obsesionada por el poder, estaría dispuesta a sentarse espontáneamente a convenir un proyecto de país.

¿Cuáles podrían ser algunos de esos temas? Ante todo, un examen colectivo de los alcances sociales y políticos de una democracia genuina. Es una discusión imprescindible para disipar la falsa creencia de que vivimos en ella. Sucede que se ha acostumbrado a la opinión pública a reducir la democracia a las elecciones periódicas, que es lo único que explica que se hable del "regreso" de la democracia en 1983. Ningún especialista se ha atrevido a una simplificación semejante. Aun el austríaco Joseph Schumpeter, que centró su definición en el proceso electoral, estipuló antes que éste no puede funcionar válidamente sin una economía potente y desarrollada; sin dirigentes políticos de un alto calibre moral; sin burocracias dotadas de un fuerte sentido del deber; y sin un electorado "con un nivel intelectual y moral lo bastante elevado como para ponerlo a salvo de los ofrecimientos de los fulleros y de los farsantes". O sea que es un procedimiento sujeto siempre a condiciones, tales como la existencia de razonables niveles de igualdad y de ciudadanía plena, con votantes no agobiados por la necesidad y capaces de decidir sus preferencias por medio de la deliberación. De ahí el indispensable carácter social de la democracia. Es preciso además un absoluto respeto a la ley, que asegure la vigencia de los derechos humanos y la división republicana de poderes que establece una Constitución como la nuestra, que por eso algunos quieren cambiar.

Todo lo cual implica ventilar cuestiones nada voladoras. Como la discusión de una reforma impositiva de fondo, que liquide la matriz fiscal regresiva que hemos heredado de la última dictadura militar. Mientras sigan pagando más quienes menos tienen, pretender disminuir la desigualdad o la pobreza es una tarea imposible. (Más cautamente, la OCDE advierte que nos llevaría como mínimo 200 años). En nuestro país no sólo se recauda mucho menos que en cualquier nación desarrollada por el impuesto a las ganancias, sino que éste aporta apenas la mitad de lo que se cobra por gravámenes tan regresivos como el IVA o ingresos brutos. Contra lo que difunden ciertas usinas ideológicas, no hay evidencia científica alguna que demuestre que rebajarles los impuestos a los ricos conduce a un mayor crecimiento. Al revés, entre 1945 y 1980 el PBI de los Estados Unidos, por ejemplo, se expandió más que nunca a la vez que los tributos a las grandes fortunas alcanzaron sus máximos históricos. (Se me dirá que es un país que ganó la guerra. Pero Japón, que la perdió, también tuvo en esos años un desarrollo espectacular al tiempo que aplicaba una tasa impositiva marginal del 75% a los altos ingresos).

Para seguir con el ejemplo, mientras aquí se apela sin miramientos a los tarifazos, congresistas demócratas están impulsando allí una suba sustancial de los impuestos a los ricos, apoyándose en estudios como los de Peter Diamond, Premio Nobel de Economía y reconocido experto en finanzas públicas, que estima que la tasa óptima aplicable a los ingresos que excedan los 10 millones de dólares anuales debe ser del 73% (o hasta del 80 %, según opina Paul Krugman, otro Premio Nobel). Más aun: una reciente encuesta a empresarios grandes y medianos realizada entre nosotros revela que la mayoría (53 %) se queja del impacto sobre los precios de un tributo como ingresos brutos pero sólo 1 de cada 4 cuestiona el impuesto a las ganancias (LA NACION, 13/01/2019).

Lo dicho se asocia a otro punto del debate público que urge promover. Por acción u omisión, en las tres últimas décadas se ha dado por supuesto que la concentración económica favorece el desarrollo y las inversiones, con lo cual han adquirido cada vez mayor poder los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros mientras creció la desigualdad pero no el país. Es más: ni siquiera sabemos cuál es la real magnitud de esta desigualdad y ello no sólo por las dimensiones de la economía informal y de las enormes fortunas que escapan a todo control. Ocurre que se la estima cotejando el ingreso de los hogares del 10 % superior de la escala social con el del 10 % inferior cuando una comparación válida debería hacerse entre la riqueza acumulada y no el ingreso, que varía de año en año. Pero además la medición surge de la Encuesta Permanente de Hogares, que se basa en muestras estadísticas; y razones técnicas vuelven altamente improbable que los supermillonarios sean captados por tales muestras.

El año pasado, en México, aplicando un método similar, la distancia entre esos deciles fue de 25 veces, más o menos igual que aquí. Pero cuando se la recalculó utilizando datos fiscales pormenorizados, la diferencia efectiva no resultó de 25 sino de 55 veces. E, insisto, sin incluir el dinero en negro ni el patrimonio total de los contribuyentes.

Una agenda para salir del atraso debe incluir muchos otros puntos, sobre los que espero volver. Uno obviamente central es un gran debate acerca de un proyecto integral de desarrollo, que rechace el dogmatismo del "único rumbo correcto" y examine en foros públicos la viabilidad de distintas estrategias. En esto, el apoyo colectivo a las innovaciones tecnológicas que conecten los mundos de la ciencia y de la producción resulta hoy vital y debe ser movilizado ya. Fernando Stefani documentó lo desastroso de nuestra situación en esta materia, que nos coloca en la categoría de los países rezagados que no están en condiciones de alcanzar a los países desarrollados o en desarrollo. Mientras no afrontemos todos estos temas, seguiremos lamentando un estancamiento y una falta de salidas que tiene sus beneficiarios. Se toma un círculo, se lo acaricia y se vuelve vicioso, decía Ionesco. Nuestros dirigentes han descubierto que una de las maneras de hacerlo sin que se note consiste en distraernos con ideas voladoras.

Es hora de decirles basta.

(*) Politólogo, exsecretario de Cultura de la Nación

© La Nación

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