domingo, 10 de febrero de 2019

Cuando los reaccionarios se creen progres

Por Jorge Fernández Díaz
Para no dividir a la audiencia, a veces conviene la ambigüedad y una elegante hipocresía. Los secretos de ese tradicional truco mediático, que se ha quedado viejo en estos tiempos de polarización, no se encuentran en los manuales de marketing sino en la milenaria historia del gobierno de la Iglesia; es por eso que sus declaraciones políticas suelen ser duales, sinuosas y exquisitamente taimadas.
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De vez en cuando, sin embargo, alguna voz libre de toda prudencia eclesiástica aparece y sacude a la opinión pública con las ideas que ni los prelados ni las encíclicas pueden modular sin pruritos ni rodeos, y con todas las letras. En España ha surgido un articulista provocador y brillante llamado Juan Manuel de Prada. Narrador talentoso, ganador de múltiples premios literarios, heredero ideológico y entusiasta de Chesterton y de Castellani, Prada se hace cargo de la filosofía católica, lanza mandobles políticamente incorrectos y recoge la burla y el ninguneo del progresismo. Quizás su incursión más significativa sucedió hace unos meses, cuando Pablo Iglesias -líder del kirchnerismo español- lo convocó a un programa televisivo; el encuentro prometía una discusión encarnizada entre la izquierda populista y la derecha religiosa. Y sin embargo, para perplejidad de muchos, resulta que uno y otro coincidieron palmo a palmo en su diagnóstico catastrofista sobre la democracia y sobre la anhelada decadencia de Occidente. Este columnista del diario ABC, que desprecia a los católicos republicanos y liberales, recuerda siempre que el liberalismo -entendido ampliamente como el ideario que florece en el siglo XVIII y se consolida en la Revolución Francesa- fue la doctrina más condenada por la Iglesia en toda la historia de la cristiandad. Que antes de Lutero -propiciador del progreso capitalista-, "la pobreza era también una virtud", que una "visión cristiana de la economía no puede fundarse en el lucro", que el sueño iluminista ha sido nefasto y que la Transición fue "un pacto entre políticos para la entrega de España a la plutocracia". Su argumentario incluye la certeza de que Madrid es actualmente una especie de colonia de Bruselas, que ha perdido su soberanía y que precisa emanciparse, algo que provoca fascinación en Pablo Iglesias: ambos hablan bien de Bergoglio, aunque Prada le pide que no se meta en jardines doctrinales.

En ese amistoso acto televisivo se condensa, sin ambigüedad clerical ni ambages de ningún tipo, una verdad profunda: el populismo de izquierda, como todo nacionalismo, se encuentra tarde o temprano con Dios. No es el dios protestante que acompaña a los populismos de derecha, sino ese otro dios reaccionario que comparte la lucha contra el sistema global y el desprecio por la democracia alcanzada. No hablamos aquí de fe divina sino de política humana, y hay en ese sentido una extensa tradición de acuerdos programáticos entre izquierdistas, nacionalistas y sacerdotes: todos juntos contra el enemigo común. Esa alianza terrena tiene, no obstante, un punto de alta conflictividad, puesto que los derechos individuales y el nuevo feminismo son crecientes demandas que Podemos y Unidad Ciudadana pretenden representar, y que sus socios integristas rechazan con toda vehemencia, ya que las definen como erradas conquistas del demonizado liberalismo universal. Prada despeja un malentendido: lo que han traído las políticas de género y todas las "ideologías de disolución familiar y comunitaria" -escribe- ha sido el liberalismo, con su exaltación del individualismo y la autodeterminación. El autor de La Tempestad (premio Planeta) tiene razón: al contrario de lo que piensan los activistas argentos, esa nueva revolución social está cargada de causas que no son ni de lejos marxistas, sino esencialmente liberales. De un liberalismo de centro y de izquierda, pero de un liberalismo al fin. Prada se permite incluso advertirles a los muchachos de Bolsonaro que "la diversidad étnica, religiosa y sexual" (es decir: la sociedad abierta) no responde a un "marxismo cultural", como ellos creen. Esa sociedad abierta "no es otra cosa -les señala- que liberalismo radical y sin complejos".

La fobia contra el liberalismo de cualquier tendencia no es nueva y no es compartida por gran parte de la grey católica, pero expresa a sectores muy encumbrados de las jerarquías eclesiásticas de todos los tiempos, y tiene en el papa Francisco a un operador internacional incisivo. Su simpatía por los regímenes que han contraído esa fobia es innegable, y explica de algún modo por qué nunca pudo desmontar el peligroso conflicto de Venezuela. Contra la notable firmeza de la Iglesia venezolana, el equipo vaticano manejó siempre con mano fofa una situación en la que había presos políticos, perseguidos, emigrados, torturados, muertes y hambruna. Su ruidoso fracaso diplomático (un Papa latinoamericano incapaz de desmontar una gravísima bomba institucional y política en la propia América Latina) no está basado en la tozudez de los actores locales, sino en la falta de convicción acerca de dónde está el bien y dónde está el mal. Muchos peronistas ven en la posible caída de Maduro las vicisitudes finales del peronismo original, y en la coalición interna y externa que se le opone, a una réplica fiel de la Revolución Libertadora y las maniobras de aquel "imperialismo". Perón fue el padre del chavismo, y el maestro político de Bergoglio. Es lógico entonces que el Papa, como el general Alais, haya tardado tanto en llegar en auxilio. De la democracia. Y también es lógico que los kirchneristas, incluso contra su propia conveniencia electoral, hayan bancado los trapos, puesto que siguen considerando el esperpento chavista como un espejo de su propio proyecto "emancipador". El chavismo solo logró emanciparse del sentido de común y del decoro; su hecatombe ética y económica es uno de los hitos más tristes y delirantes en la cronología de la "patria grande".

Cristina Kirchner, en la cancha de Ferro y mientras los compañeros vivaban las genialidades de Maduro, dejó una pieza magistral que cierra toda esta concepción ideológica. Se refirió a la Revolución Francesa, y con sumo didactismo le explicó a su fervorosa parroquia la vetustez de aquellas ocurrencias. Aseveró que la organización de gobernanza del mundo occidental databa de 1789, y que de allí provenía la división de poderes, un método anticuado. De paso puso acento en el Poder Judicial, que con su carácter vitalicio era "una rémora de la monarquía". La arquitecta egipcia fue a fondo: "Estamos con el mismo sistema de gobierno de cuando no existían la luz eléctrica ni el auto. ¿A alguien se le ocurriría hoy sacar una muela como se sacaban en 1789?". La pregunta retórica tuvo una respuesta concreta: "Debemos repensar nuevas arquitecturas institucionales". La "democratización" de la Justicia (nombrar a jueces esclavos del Poder Ejecutivo) y una reforma que limpie de liberalismo la Constitución, se imponen ya. A Prada, como a Bergoglio, no le disgustaría este propósito (el sueño de la Ilustración les parece grotesco), aunque lo verían muy contradictorio con las movidas de igualdad de género y de libertades personales que están en boga. Valores liberales que acaso constituyen el verdadero progresismo de la época. Y a Prada, por supuesto, los progresistas no le gustan nada: "Ser progre consiste en tener siempre razón. Si la realidad te lleva la contraria, peor para la realidad". Involuntariamente, y en una rara vuelta de tuerca, describe como nadie al kirchnerismo.

© La Nación

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