domingo, 13 de enero de 2019

Ayudar al enemigo

Por Javier Marías
Es imposible que los medios de comunicación, sus tertulianos y articulistas desconozcan el viejo adagio de Wilde según el cual “sólo hay una cosa peor que dar que hablar, y es no dar que hablar”. De esta máxima se han hecho variantes sin fin, y una de ellas llega a afirmar —acertadamente en nuestro tiempo— que resulta más beneficioso que de uno se hable mal, si se habla mucho. 

Esto se vio con Berlusconi y se ve ahora con Trump. Su éxito consistió, en gran medida, en que lograron que la prensa girara en torno a ellos, que les diera permanente cobertura para alabarlos y sobre todo para denostarlos. Ambos montaron espectáculo y armaron escándalos, y los periódicos, las televisiones, las radios y las redes sociales, incluidos los serios (bueno, si es que una red social puede ser seria), se ocuparon hasta la saciedad de sus salidas de pata de banco y de sus bufonadas. Esto es, les concedieron más importancia de la que tenían, y al dársela no sólo los hicieron populares y facilitaron que los conocieran quienes apenas los conocían, sino que los convirtieron en efectivamente importantes.

La época de Berlusconi parece que ya pasó (nunca se sabe), pero ahora la operación se repite con su empeorado émulo Salvini: a cada majadería, chulería o vileza suya se le presta enorme atención, aunque sea para execrarlas, y así se las magnifica. La era de Trump no ha pasado, por desgracia, y se siguen registrando con puntualidad cada grosería, cada despropósito, cada sandez que suelta, y así se lo agranda hasta el infinito.

Llegados a donde han llegado tanto Trump como Salvini (el máximo poder en sus respectivos países), ahora ya es ­inevitable: demasiado tarde para hacerles el vacío, que habría sido lo inteligente y aconsejable al principio. Cuando quien manda dice atrocidades, éstas no se pueden dejar pasar, porque a la capacidad que tenemos todos de decirlas, se añade la de llevarlas a cabo. Si mañana afirma Trump que a los musulmanes estadounidenses hay que meterlos en campos de concentración, o que hay que privar del voto a las mujeres, no hay más remedio que salirle al paso y tratar de impedir que lo cumpla. Pero a esas mismas propuestas, expresadas hace dos años y medio, convenía no hacerles caso, no airearlas, no amplificarlas mediante la condena solemne. En el mundo literario es bien sabido: si un suplemento cultural lo detesta a uno, no se dedicará a ponerlo verde (aunque también, ocasionalmente), sino a silenciar sus obras y sus logros, a fingir que no existe.

Como es imposible que esta regla básica se ignore, hay que preguntarse por qué motivo los medios y los partidos en teoría más contrarios a Vox llevan meses dándole publicidad y haciéndole gratis las campañas. Veamos: ese partido existe hace años y carecía de trascendencia. Un día “llenó” con diez mil personas (bien pocas) una plaza o un recinto madrileños. Eso seguía sin tener importancia, pero la Sexta —más conocida como TelePodemos, raro es el momento en que no hay algún dirigente suyo en pantalla— abrió sus informativos con la noticia, le regaló largos minutos y echó a rodar la bola de nieve. En seguida se le unieron otras cadenas y diarios, de manera que, aunque fuera “negativamente” y para criticarlo, obsequiaron a Vox con una propaganda inmensa, informaron de su existencia a un montón de gente que la desconocía, otorgaron a un partido marginal el atractivo de lo “pernicioso”. Y así continúan desde entonces. Se esperaba que en las elecciones andaluzas Vox consiguiera un escaño y le cayeron doce. Inmediatamente Podemos (en apariencia la formación más opuesta) agigantó el aún pequeño fenómeno, llamando a las barricadas contra el fascismo y el franquismo que nos amenazan. Lo imitaron otros, entre ellos el atontadísimo PSOE. Los independentistas catalanes se frotaron las manos y lanzaron vivas a Vox, porque eso les permitía hacer un pelín más verdadera su descomunal mentira del último lustro, a saber: “Vean, vean, España entera sigue siendo franquista”. Los columnistas más simples se lanzaron en tromba a atacar a Vox, y a pedirnos cuentas a los que ni lo habíamos mencionado. No sé otros, pero yo me había abstenido adrede, para no aumentar la bola de nieve creada por la Sexta, que ya no sé si es sólo idiota o malintencionada. ¿Hace falta manifestar el rechazo a un partido nostálgico del franquismo, nacionalista, xenófobo, misógino, centralista y poco leal a la Constitución, amén de histérico? Ça va sans dire, en cierta gente se da por supuesto. Si Vox estuviera en el poder, como lo están sus equivalentes Trump, Salvini, Maduro, Orbán, Bolsonaro, Ortega, Duterte y Torra, habría que denunciarlo sin descanso. Pero no es el caso, todavía. Un 10% de apoyos en Andalucía sigue siendo algo residual, preocupante pero desdeñable. Ahora bien, cuanto más suenen las alarmas exageradas, cuanto más se vea ese 10% como un cataclismo, más probabilidades de que un día acabe siéndolo. Y como es imposible —repito— que se desconozcan el adagio de Wilde y sus variantes, no cabe sino preguntarse por qué la Sexta, Podemos, Esquerra, PDeCat y otros medios y partidos desean fervientemente que Vox crezca sin parar, mientras fingen horrorizarse. 

© El País Semanal

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