domingo, 25 de noviembre de 2018

¿Qué era y para qué servía?

La cumbre del G20 en 2008. (Foto/AFP)
Por Sergio Sinay (*)

Además de trastornar la vida diaria de miles de personas impidiéndoles cumplir sus tareas, trasladarse y comunicarse, aparte de su altísimo costo organizativo en momentos de crisis y ajuste, además de proporcionarle al país organizador cinco minutos de fama (como diría el legendario performer Andy Warhol), de generar una fugaz primavera para la industria hotelera de la ciudad sede, y de pasar rápidamente al olvido para ceder su lugar a la próxima edición, ¿para qué sirve el G20? 

¿En qué mejora la vida de las personas reales, de carne y hueso, esas que las estadísticas y los papers olvidan o transforman en abstracciones? Por supuesto, la pregunta es retórica. Lleva incluida la respuesta de quien la formula.

Desde que se creó el G20, el 25 de septiembre de 1999, los 19 países que lo integran (más la Unión Europea) se reúnen cada año. En los 19 años de su existencia el planeta asistió a una devastadora crisis económica, de la que nunca se recuperó totalmente, debido al estallido de burbujas financieras e inmobiliarias que dejaron a millones de personas sin trabajo, sin hogares, sin futuro y miles de ellos sin vida, pues se suicidaron. Los culpables siguen bien y opulentos. En ese lapso el polvorín de Medio Oriente no hizo más que acercarse a un estallido terminal. Durante ese período las libertades individuales, buque insignia de la democracia liberal y el capitalismo, se fueron acotando con el pretexto de la seguridad (nunca conseguida) hasta convertir a las occidentales en verdaderas sociedades de control, aunque sus poblaciones, como en la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, vivan narcotizadas en este caso no por aquella sustancia llamada soma, sino por el consumismo y una tecnología banal.

En el lapso de estos 19 años la crisis migratoria alcanzó una dimensión incontrolable, los nacionalismos xenófobos se reprodujeron como hongos venenosos a lo largo y ancho del planeta y los populismos de derecha e izquierda encontraron terreno fértil en cada continente. Lo que comenzó como una reunión de ministros de finanzas hasta convertirse en la gran gala social de los mandamases del mundo sazonada con discursos falaces y rimbombantes, acompañó, desde que existe, al debilitamiento de los Estados y fue simultáneo con lo que Zygmunt Bauman (1925-2017), en el podio de los más lúcidos pensadores contemporáneos, previno y describió como el gobierno internacional de los mercados. Estos representan un capital sin rostro, sin domicilio y sin responsabilidad. Un gang (pandilla o banda) que desde el anonimato se desplaza a gran velocidad por el universo, ávido de ganancias rápidas y por cualquier medio. Para funcionar los mercados necesitan que el Estado, reducido a una mínima expresión, se convierta, como dice Bauman en su ensayo La globalización, “en una estación de policía local capaz de asegurar el mínimo de orden necesario para los negocios”, pero sin despertar temores ni limitar los movimientos de la rapiña global. Desde que existe el G20 la desigualdad mundial no hizo más que crecer.

Cuando Bauman escribió su libro (en 1998) los ingresos de los primeros 358 millonarios globales equivalían al del 45% de la población mundial. En 2018 un informe del Banco Mundial señala el gran crecimiento de la riqueza global (66%) entre 1995 y 2014 junto a la marcada caída del ingreso por habitante en numerosos países. Y Oxfam, organismo que nuclea a ONG de 19 países dedicadas a cuestiones de desarrollo social, advierte que el 82% del dinero que se generó en el mundo en 2017 fue al 1% más rico de la población global, ahondado aún más la brecha de la desigualdad. Causas de este desequilibrio según Oxfam: la evasión de impuestos, la influencia de las empresas en la política, la erosión de los derechos de los trabajadores y el recorte de gastos.

Todo esto, y más, ocurre mientras la ministra de Seguridad nos aconseja dejar la ciudad por unos días para que el G20 (que reúne presidentes, pero carece de estadistas) haga lo suyo en paz. ¿Qué es lo suyo?  Chi sa, chi sa, como se canta en el aria de Mozart que lleva ese título.

(*) Periodista y escritor

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