domingo, 30 de septiembre de 2018

Blasfemias

Por Manuel Vicent
La blasfemia es el reverso de la jaculatoria, una plegaria negra, lo que significa que para ser un perfecto blasfemo primero hay que creer mucho en Dios. La blasfemia surge del sustrato más profundo del pueblo español como un reflejo condicionado para sacudirse de encima a un Dios aplastante que se manifiesta a través del poder eclesiástico presente en la vida familiar, en la educación y en la moral a lo largo del camino que conduce desde la pila bautismal a la sepultura.

La blasfemia en el campo expresa la ira de labrador ante cualquier calamidad, el pedrisco que hiere la espiga, la sequía que agosta los pastos, las plagas que esquilman las cosechas. El campesino mira al cielo, proyecta su rabia contra el dueño y señor del universo y le culpa de semejante desaguisado.

La blasfemia ha sido cultivada en toda su múltiple variedad, roída, masticada, escupida, por los arrieros que han cruzado durante siglos los caminos de España; de hecho, todos los asnos y pollinos ibéricos la llevan interiorizada en su cerebro hasta el punto que el más recalcitrante de estos jumentos en cuanto oye la blasfemia se pone a andar.

Hoy las redes están llenas de arrieros informáticos. Las blasfemias han sido han sido asumidas por el software y pronto entrarán a formar parte constitutiva de la inteligencia artificial. Cuando el ordenador se atranca como un asno obcecado, le das tres veces a la tecla y nada, pero sueltas una blasfemia castiza y toda la tecnología se pone de nuevo en marcha.

En contrapartida el pueblo español trata de calmar la ira divina con infinitas jaculatorias, rogativas y procesiones, que a su vez te llevarán al cielo mientras con la blasfemia puedes dar con tus huesos en la cárcel. Señor juez, tome la blasfemia como lo que es, el rabo atravesado de una plegaria, un ferviente y mal ensalivado acto de fe, una jaculatoria al revés.

© El País (España)

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