sábado, 28 de julio de 2018

Al final del día

Por Carlos Ares (*)
Cansado, de lado, apoyás la mejilla en la almohada. Cerrás los ojos.

El motor interior, desmayado, en punto casi muerto, te mece y arrulla. 

En el silencio nocturno, antes de que el alma se despegue del cuerpo, se alza el lomo del día. 

La caja abre las compuertas y un desperdicio de voces, declaraciones, whatsapps, sirenas, memes, restos de Instagram, videos, canciones, frases de autoayuda, noticias, tuiters, mensajes publicitarios, posteos, marcas, letreros luminosos, recortes de conversaciones, de ideas absurdas, tazas de café, yerba húmeda, polvos recogidos, condones, flores marchitas, la cáscara del consumo, los bollos de cuentas, de palabras, se derrama sobre tu cabeza hecha una tolva.

Por la boca inferior de la tolva se filtran los sucesos según su forma y tamaño. Una cinta transportadora comienza a girar y los recoge. En la duermevela te ves, de pie, revisando los desechos con mano experta. ¿Algo de esto tiene valor todavía como para ser rescatado? ¿Aguanta un día más esta promesa de amor, de vernos, de pago, este proyecto, este mensaje de amistad, esta declaración de principios?

La basura del poder huele mal. Te voltea la cara. Curas, obispos, sindicalistas, políticos, empresarios, periodistas, dirigentes de fútbol, mafiosos reaparecen en el diario de papel, en fotografías, en imágenes de televisión, de redes sociales. El lanzallamas de tu calentura trata de quemarlos con indignación, insultos, les recuerda el pasado, lo que decían, lo que hicieron, pero apenas si les da calor la vergüenza social. Miran, pasan, sonríen, siguen.

Dan ganas de gritar, de arrojarles textos como piedras, de hacerles un piquete de ojos, de martillarles la cabeza con razones hasta reducirla a pequeños fragmentos para saber de que están hechos, cuál es el origen de tanta codicia, impiedad, egoísmo. Allá van, incombustibles, camino del fuego de una bronca que nunca los incinera del todo.

Están revestidos en discursos de amianto. Hablan en nombre de “los trabajadores”, del “periodismo independiente”, del “pueblo”, de “la patria en peligro”, de “los pobres”, de “Dios”. Debería, pensarás, alimentar las llamas del soplete con suficiente odio más que con desprecio y asco. Volverás sobre este mismo asunto mañana, cuando nuevamente los veas y escuches otra vez decir las cosas que dicen. Pero es inútil. No sos de cultivar odio y no sabés adónde consiguen los que se los fuman y se intoxican con eso.

Al pasar de la cinta, conmueve la resistencia, la tozudez, la insistencia de algunos recuerdos que creías ya definitivamente olvidados y que se empeñan en sobrevivir. Quién no, en un brote de malhumor, en un mal día, les ha dicho basta, para qué, si ya fue, a otro perro con ese hueso pelado y relamido. Sin embargo, al tiempo, sin ofenderse, en silencio, los ves venir nuevamente. Callados, viejitos, nobles, y te alegrás de que estén ahí como si reencontraras un juguete que creías perdido, el DNI, el pasaporte a un mundo en el que todo era posible. Abrazado, apretado a ellos, agradecés. ¡Qué suerte que estás, que te quedaste, que están! No sé qué sería de mí sin ustedes, recuerdos.

Quedan por revisar los asuntos pendientes. Residuos orgánicos de alguna pasión, las relaciones plásticas, las de cartón, las reciclables, las que todavía tiran. Los quién sabe, los ya veremos, los por las dudas. Cada una va a parar a una bolsa, a una caja, a un rincón en el que se amontona también gran parte de lo que somos. De todo un poco: libros, mapas de algún viaje, recortes, cables, celulares antiguos, tarjetas, documentos, certificados, recetas, enchufes, órdenes, trámites, anteojos, pañuelos, auriculares, boletas de luz y gas, recibos de impuestos pagados, carpetas, escritos y muchos “andá a saber”.

La cinta se detiene y disuelve en las sombras. El arrullo del motor se aleja sin que puedas nunca ver, ni saber, quién conduce el camión que recoge lo que queda del día. El cuerpo blando, relajado, toma aire, resopla un último suspiro, hondo, leve, satisfecho, como de alivio, y te dormís, decente y tranquilo. Tu otro yo, el pibe cartonero, hizo su trabajo. Estás reciclado, listo para volver a soñar.

(*) Periodista

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