domingo, 6 de mayo de 2018

Gobernar la Argentina, un rompecabezas imposible

Por James Neilson
Mauricio Macri cree que su propia versión de la Argentina es mejor que las imaginadas por quienes lo antecedieron en la Casa Rosada, para no hablar de la sociedad corrupta, depauperada y agrietada que a través de los años lograron construir. Muchos coinciden, pero es una cosa querer vivir en lo que se ha dado en llamar un “país normal” –uno que tendría más en común con Suiza, digamos, que con Venezuela–, y otra muy distinta alcanzar tal objetivo.

Los más reacios a hacer un esfuerzo auténtico son, cuando no, los más beneficiados por el orden corporativista que los macristas quisieran desmantelar. Tales personajes incluyen a una multitud de políticos profesionales acostumbrados a deambular por el mapa ideológico en busca de padrinos o madrinas, sindicalistas enriquecidos, integrantes de la familia judicial y empresarios que de un modo u otro dependen de la voluntad del Estado de comprar los servicios que brindan o mantener a raya a la siempre injusta competencia externa. Estarían dispuestos a acompañar al gobierno si no les costara nada, pero saben que por lo menos algunos se encontrarían entre los perdedores, razón por la cual no vacilan en aprovechar al máximo el poder que tienen para obligarlo a respetar lo que toman por sus derechos adquiridos.

Ahora bien; lo mismo que en todos los demás países, el gobierno de Macri tiene que manejar ciertas realidades: la económica, la política, la social y, por decirlo de algún modo, la cultural. Por desgracia, aquí no es nada fácil compatibilizarlas. Lo que parece lógico en el ámbito económico suele considerarse insensato en el social y por lo tanto político. Puede que los macristas hayan ganado algunas batallas culturales al convencer a muchos de que es tonto dejarse embaucar por demagogos, pero tales triunfos le valen poco al darse cuenta la gente de que medidas que le parecerían razonables si fuera cuestión de otro país, la privarán de una tajada significante del ingreso que necesita para llegar a fin de mes.

Macri, pues, se asemeja a un chico que está procurando armar un rompecabezas con piezas que son demasiado grandes o tan pequeñas que no le sirven; aun cuando lograra modificarlas para que encajaran, descubriría que no corresponden al cuadro que tiene en mente. Que este sea el caso puede comprenderse; la Argentina empezó a rodar cuesta abajo hace al menos un siglo, no, como a algunos les gusta creer, en 2001, o en 1945, puesto que cuando Juan Domingo Perón salió de las entrañas de una dictadura militar, el país ya estaba inmerso en una crisis estructural gravísima.

Lo que más preocupa al gobierno de Cambiemos es la inflación. A inicios de su gestión, suponía que, gracias a su imagen reluciente en el exterior, le sería dado dominarla sin tener que esforzarse demasiado. Se equivocaba. No se trataba de una aberración meramente coyuntural que podría corregir con facilidad relativa sino de una condición crónica.

Si bien en ocasiones otros países se han visto devastados por tsunamis hiperinflacionarios equiparables con el que en la actualidad está asolando la Venezuela chavista, en ninguno ha persistido tanto el mal como en la Argentina. Es parte de la esencia nacional. Lo es porque casi todos se aferran a la noción de que el país sea mucho más rico de lo que harían pensar las apariencias y las estadísticas, de suerte que siempre puede permitirse ciertos lujos: energía virtualmente gratuita, planes sociales a granel, un gasto público que según las pautas de otras latitudes está absurdamente sobredimensionado, legisladores bien remunerados en comparación con sus homólogos en lugares relativamente prósperos, jubilaciones de privilegio para los jueces y así largamente por el estilo.

Gobernar una sociedad congénitamente inflacionaria como la argentina en que casi todos se creen postergados porque pueden recordar una etapa en que les iba mejor es una tarea extraordinariamente difícil. Los encargados de la economía tienen que ajustar; si no lo hacen, el país no tardaría en sufrir una nueva catástrofe financiera, pero saben que toda medida en tal sentido se verá resistida por los muchos que quieren que otros paguen los costos de la fiesta más reciente. Asimismo, no ayuda el que, en un país democrático en que la política es forzosamente competitiva, sea natural que la oposición se concentre en debilitar el gobierno sacando provecho de sus presuntos errores sin preguntarse si habrá alterativas claramente superiores.

Es lo que está ocurriendo a causa de los tarifazos energéticos que, según las encuestas, han provocado un bajón de la popularidad de Macri. No sólo los peronistas sino también muchos radicales y los seguidores de Elisa Carrió se afirman convencidos de que sería más sabio desistir de exigirle a la clase media porteña pagar por lo que consume. A veces hablan como si todo se debiera a la crueldad de Juan José Aranguren. No hay duda de que en términos políticos quienes piensan así están en lo cierto cuando señalan que los tarifazos son muy pero muy antipáticos e inciden en el bienestar de la gente, pero mal que nos pese, el Gobierno tiene que tomar en cuenta la triste realidad económica, ya que el país no está en condiciones de continuar gastando muchísimo dinero para importar energía.

Una vez más, se trata de un conflicto entre la Argentina pletórica de recursos fácilmente disponibles de la leyenda popular y el país inflacionario real en que, para aprovecharlos, será preciso cambiar muchas cosas. Hasta ahora, el país insinuado por los optimistas, por calificarlos así, siempre ha derrotado al contrincante reivindicado por una minoría reducida de ortodoxos –en verdad, de acuerdo con las normas nacionales en la materia difícilmente podrían ser más heterodoxos–, que toma las estadísticas en serio. Los resultados están a la vista; los triunfos de los resueltos a defender al pueblo de los malditos “neoliberales”, siempre se han visto seguidos por más atraso y más pobreza.

Hasta hace apenas un par de meses, el grueso de los interesados en la evolución política y económica del país preveía que el macrismo conseguiría la reelección y dispondría del tiempo necesario para que su programa “gradualista” tuviera éxito. Aunque sería prematuro suponer que a Macri le aguarda el mismo destino que el de otros que aspiraban a “cambiar la historia” para que, luego de muchas décadas de decadencia, la Argentina comenzara a recuperarse de las heridas autoinfligidas que la han mantenido postrada, el cambio del humor social que se ha registrado está alentando a quienes esperan que su gestión esté condenada a fracasar.

¿Y entonces? ¿Sería capaz un eventual gobierno peronista, “racional” o “populista”, salvar a la clase media de los horrores de un ajuste energético y mejorar las condiciones de vida de los ya más de diez millones de pobres? No hay motivos para creerlo. A lo sumo, se limitaría a administrar la crisis fenomenal que habría contribuido a generar. Parecería que algunos peronistas lo entienden; son conscientes de que no les convendría en absoluto apurar el hundimiento del macrismo porque aún no están preparados para asumir la responsabilidad de gobernar un país en que, a pesar de todo lo sucedido, las expectativas siguen superando por mucho las posibilidades inmediatas, pero así y todo no quieren desaprovechar las oportunidades brindadas por el malestar provocado por los tarifazos y, desde luego, por el aumento resultante del costo de vida.

Con sinceridad o de manera un tanto hipócrita, lo mismo da, los voceros de Cambiemos dicen que no les molestaría que un día el electorado decidiera reemplazarlo en el poder por un movimiento de otro signo, pero que confían que sus hipotéticos sucesores continuarán aplicando un programa de gobierno parecido al suyo. Lo que presuntamente quieren decir con eso es que esperan que sean realistas moderados contrarios al facilismo que, desde comienzos del siglo pasado, ha hecho las veces de una doctrina política nacional.

No es que Cambiemos haya sido inmune al virus facilista. Macri y quienes lo rodean subestimaron groseramente lo difícil que les sería reordenar una economía que los kirchneristas habían convertido en un campo minado programado para estallar en la cara del ganador de las elecciones de octubre de 2015 aun cuando resultara ser Daniel Scioli. Alentados por las palabras de elogio que les llegaron desde Estados Unidos y Europa, apostaron a que pronto llegarían inversiones tan cuantiosas que la economía levantaría vuelo sin que se vieran constreñidos a ajustar nada.

De tal manera, el gobierno de Macri cometió el mismo error que tantos otros que, al iniciar su gestión, creyeron que el resto del mundo estaría tan impresionado por su deseo de acatar las reglas internacionales, y también por las riquezas naturales del país y la “calidad humana” de su habitantes, que no titubearía en entregarle todo el dinero que pedía. Es factible que, por un rato, las fantasías en torno a una “lluvia” de plata fresca ayudaron al gobierno a consolidarse, pero a la larga tendrían consecuencias negativas. Es que, algunos aventureros aparte, los inversores importantes piensan más en la Argentina del año 2040 ó 2050 que en el país actual. No quieren ser víctimas de un nuevo default que, tal y como están las cosas, sería más que probable a menos que la clase política en su conjunto logre eliminar de una vez el peligro planteado por la inflación.

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