sábado, 3 de febrero de 2018

GOBIERNO-SINDICATOS / Parches o soluciones

Por Carlos Gabetta (*)
Los títulos de la semana alertan sobre nuevos casos de corrupción sindical; las investigaciones sobre Hugo Moyano y la manifestación que este convoca para el 22 de febrero. El enfrentamiento Gobierno-sindicatos se complica para el primero, a causa del escándalo que envuelve al ministro de Trabajo, Jorge Triaca, hijo de un alto dirigente sindical peronista, famoso por su “ortodoxia” política, riquezas y pertenencia al exclusivo Jockey Club.

Una vieja historia. Pero desde 1955, ningún gobierno democrático se había enfrentado a un peronismo tan dividido en lo político y también en lo sindical, su “brazo armado”. La calificación no es excesiva, considerando la historia de violencia del hegemónico sindicalismo peronista y su apoyo a las dictaduras militares que derrocaban a sus rivales. Augusto Vandor, José Alonso y Juan José Taccone asistieron al acto de asunción de Onganía. Alonso dijo entonces: “Nos congratulamos de haber asistido a la caída del último gobierno liberal burgués, porque jamás podrá volver a implantarse nada así” (https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3A9_Alonso_(sindicalista)

Los radicales hicieron lo mismo, contra su propia prédica liberal, al apoyar todos los golpes militares contra el peronismo. Con excepción de dos líderes realmente democráticos: Arturo Illia y Raúl Alfonsín. Los dos intentaron ir a fondo ante el “problema” sindical o, mejor dicho, ante los sindicalistas y sus poderes, que exceden largamente el gremial.

Illia, “... sin quórum propio, sin apoyo alguno de las Fuerzas Armadas, sin acuerdos con el peronismo ni la corporación empresaria (…) se propuso romper el monopolio de las burocracias gremiales –que había concedido Frondizi– con una nueva Ley de Asociaciones Profesionales que permitía la ampliación obrera en los sindicatos y limitaba el manejo de los fondos económicos. El Decreto 969 disponía que las cuotas de los afiliados no migraran hacia la tesorería de las sedes sindicales nacionales, sino a las seccionales locales” (M. Larraquy, Argentina, un siglo de violencia política: 1890/1990. Sudamericana, Buenos Aires, 2017). Todo terminó en el golpe de Onganía, apoyado por el peronismo. Alfonsín, por su parte, a pocos días de asumir, envió al Congreso el proyecto de ley de reordenamiento sindical (LRS), una norma cuyos puntos salientes eran la representación de las minorías en la conducción de los gremios; fiscalización e interventores del Estado para garantizar la transparencia de las elecciones; candidaturas sin requisitos; limitación de mandatos y control de los fondos sindicales. Diputados la aprobó y en el Senado fue rechazada por un voto: el del peronista Elías Sapag.

A partir de allí, el gobierno de Alfonsín debió soportar 11 paros nacionales, hasta la hiperinflación y la apresurada entrega del gobierno a Carlos Menem (https://www.infobae.com/2013/03/29/703346-la-batalla-perdida-alfonsin-contra-los-gremios/).

Pero el sindicalismo peronista también supo defender a “las bases” y, por supuesto, sus privilegios, frente a gobiernos peronistas. Una cosa es la ideología y otra, los intereses concretos. Por corruptos que resulten, los dirigentes sindicales saben que sin “las bases” no son nada, de modo que cuando toca, también van al frente por buenas razones (http://www.perfil.com/politica/los-paros-nacionales-que-sacudieron-a-los-gobiernos-peronistas-0609-0050.phtml).

De ayer y hoy. Y en ese punto torna a estar hoy el principal problema del Gobierno. Hasta ahora, el presidente Macri y su equipo se han manejado bastante bien con el peronismo político, aprovechando sus divisiones y disputas. Pero con el sindicalismo es otra cosa. Desde el punto de vista económico, el Gobierno tiene que hacer reformas profundas, que vista la herencia recibida, cualquier gobierno, de cualquier ideología, debería encarar. La primera, entre varias “primeras”, resolver el monstruoso peso y la pavorosa ineficiencia y corrupción del Estado; los ñoquis y su costo económico y operativo.

Hay muchas maneras de resolver el problema. Con un sindicalismo decente, en Suecia o en Uruguay, pongamos, eso se negocia; mejor o peor. Pero en Argentina “eso” afecta los intereses de la dirigencia sindical y, por supuesto, política. Los ñoquis también pagan la cuota sindical y constituyen un grupo de presión política para negociar, con quien sea y en cualquier circunstancia. En la mayoría de las provincias, los empleados del Estado, ñoquis o no, constituyen, además de una reserva electoral, un poderoso grupo de presión. Y este es uno de los puntos en que siempre han acabado coincidiendo sindicalistas y políticos peronistas.

El Gobierno ha dispuesto que renuncien a sus puestos en el Estado “los parientes” de altos dirigentes. Pero los/las amantes, los amigos y correligionarios que infectan el Estado no son parientes… Por lo tanto, la medida es, además de una chapuza, un parche mediático. Y arreglar las cosas en ese campo esencial pasa por una solución del tipo de las intentadas por Illia y Alfonsín. Nunca las condiciones fueron mejores: no hay golpe de Estado a la vista; la opinión pública es favorable y lo sería más aún si fuese mejor informada. Por ejemplo, de los resultados de auditorías que demostrarían claramente la necesidad de reformar, adecentar y eficientizar el Estado, para lo cual una nueva Ley de Asociaciones Profesionales, que incluya a las corporaciones y establezca reglas claras de derechos políticos, gremiales y manejo de fondos, propias de una República que merezca su nombre, es un requisito.

El actual gobierno tiene muy en cuenta que, tanto en 1966 como a partir de 1983, el sindicalismo peronista acabó reunificándose y apoyando el golpe de Estado en el primer caso; reunificándose y desestabilizando al gobierno en el segundo.

Pero el funcionamiento corporativo argentino sigue siendo un problema central para cualquier solución de fondo y, una vez más, las condiciones para intentarla nunca fueron mejores. En los dos últimos procesos electorales la opinión pública votó “contra” el peronismo, mucho más que “por” Cambiemos, una alianza sin mayores antecedentes –salvo el desvaído y secundario radicalismo– y un líder ídem, además de miembro de la high class.

Ese es el estado de opinión ciudadana que debe aprovecharse. Empezando por dar el ejemplo: la destitución inmediata del ministro Triaca.

Otra cosa son las propuestas económicas liberales del Gobierno, que vienen fracasando en todo el mundo. Pero si encara el problema corporativo, al menos habrá cumplido con el liberalismo político bien entendido.

(*) Periodista y escritor

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