domingo, 4 de febrero de 2018

La paciencia democrática

Por Norma Morandini
La vida política está hecha de pasiones. Las emociones acompañaron siempre la vida pública de nuestro país. La forma como discutimos; el amor u odio a unos y otros dirigentes hasta la embriaguez o el temor que suscitan los resultados electorales. Las más fuertes fueron el pavor de los tiempos en los que el autoritarismo mató la política, se maniató la libertad y los sentimientos dominantes fueron el terror, la angustia y las lágrimas. 

Al igual que sucedió en el mundo democrático, sobre los dolores del terror nosotros también rehabilitamos la política de la mano de la racionalidad del sistema democrático, la más generosa forma de gobierno: el poder no se identifica con sus ocupantes, no les pertenece, sino con la ciudadanía que periódicamente otorga su confianza para que se tomen decisiones en su nombre. El sistema que legitima el conflicto, consagra derechos y con la separación flexible de los poderes permite que los antagonismos se expresen sin poner en riesgo las instituciones.

A cuarenta años del golpe de 1976, con generaciones nacidas en libertad, ¿cómo entender la incitación a la violencia y las manifestaciones de odio en rostros renovados o en adultos que ya debieron haber aprendido sobre las consecuencias que nos dejó ese tiempo en el que los argentinos nos desquiciamos? Como si hubiese vivido en las sombras o en el estado latente de los virus que necesitan condiciones propicias para expresar su peligrosidad, la hostilidad y las agresiones han tomado el lugar de lo que ayer se toleraba. Los agravios y los insultos dominan el decir público, donde abundan las opiniones, las anécdotas, los adjetivos, pero escasean las ideas. Se descalifica a las personas por lo que dicen, nunca se rebaten ideas, se confunde lo vulgar con lo popular, el rating televisivo con la legitimidad democrática. Pero sobre todo, se desempolvó una derrotada concepción política de poder autoritario que cree que a las sociedades se las maneja desde arriba, disputa la calle en claro desprecio de la participación ciudadana que debe ser autónoma y se pone en marcha por su propia voluntad. No las movilizaciones que se imponen y desconocen las instituciones que, como el Congreso, legitiman la diversidad de voces y miradas de una sociedad plural. El lugar donde se aprende el arte de la argumentación, la mejor escuela de la democracia.

Tal vez porque estrené juventud y participación universitaria en un clima de guerra revolucionaria, me hice atenta a los peligros del adoctrinamiento, sin lugar para la duda y los cuestionamientos, porque como bien observó la periodista y filósofa alemana Carolin Emcke, en el odio no hay dilemas. Si no, ¿cómo se puede matar, humillar, despreciar y aniquilar a otros? "Si se duda del odio, no es posible odiar; si dudaran no estarían tan furiosos", se lee en un libro necesario, Contra el odio, en el que desmenuza la violencia, fácilmente reconocible entre nosotros. El enojo, la furia con la que se defienden ciertas posturas políticas, al cancelar el derecho del otro, revelan el desprecio a la democracia, el sistema de la palabra. A juzgar por los insultos, el griterío, las descalificaciones personales, pero también por los silencios de una parte importante de la dirigencia política, intelectuales y académicos que no condenan la violencia, estamos parados en las márgenes de la bestialidad. En nuestro país hoy se odia y se desprecia sin disimulo. Expresarse libremente en la Argentina, un derecho constitucional, se ha convertido en un riesgo emocional. No porque exista la censura o se nos prohíba hablar de determinados temas. Los gritos de una minoría que odia descaradamente asustan, extorsionan a los que mayoritariamente tan solo balbucean cívicamente.

¿Qué hacer? ¿Cómo se combate la violencia? Con las leyes y la autoridad del Estado para hacerlas cumplir. No hay mucho que inventar. Ya en la Antigua Grecia se condenaba al ostracismo a los que violaban la ley o instigaban a la violencia. La libertad de expresión, sagrado corazón de la democracia, no puede incitar al odio y a la violencia, tal cual establece el Pacto de San José de Costa Rica. No terminamos de aprender que los derechos humanos nacieron de las cenizas del nazismo y la guerra para poner a salvo al ciudadano de la prepotencia del Estado. Pero los derechos humanos no deben ser ni una idolatría ni un instrumento político. Aun cuando el activismo de los derechos humanos se enrole mayoritariamente en los sectores de la izquierda, no son los dueños de la igualdad, en cuyo nombre se convierten en gendarmes de la opinión ajena. Los derechos humanos no dependen de la ideología, sino de una educación que encarne como aspiración la igualdad sin caer en la tentación de maniatar la libertad. Los problemas no se resuelven con solo enunciarlos. La paz no se decreta, se vive, se conquista y como acción depende de la voluntad de querer vivir juntos sin matarnos.

La palabra "paz" en la Argentina está fuera del decir público y los que la invocamos aparecemos como ingenuos o principistas. La paz no es decadencia de las fuerzas, es paciencia. Es lo contrario a dejar que las situaciones se pudran. No tengamos miedo a las actitudes que buscan comprender, tender las manos, pacificar los corazones para evitar la ira y el miedo. ¿ Cómo puede ser que a cuarenta años del golpe militar sigamos confundiendo la reconciliación con impunidad a los represores y se siga incitando al odio y la violencia en lugar del amor a las nuevas generaciones que deben aprender a ser libres, autónomas y responsables con su país para evitar que se inmolen en manos de los irresponsables que reescriben la historia, desempolvan falsos ritos y hacen política con nuestros muertos?

El perdón es íntimo, personal. No se debate públicamente, mientras que la reconciliación es colectiva. El perdón no es con los represores, sino con nosotros mismos para limpiar nuestras mentiras y nuestros silencios. Vivir en paz exige consenso. No uniformidad. Paz significa acuerdo. Necesitamos de un gran pacto democrático, no corporativo ni partidario, sino de toda la sociedad para restituir lo que fue violado, la convivencia pacífica. Es necesario que hablemos, dialoguemos, argumentemos, persuadamos ahora que estamos a tiempo porque en el campo de batalla, también mueren las palabras.

© La Nación

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