Por Sergio Sinay (*)
En una entrevista televisiva efectuada esta semana el
ministro del ramo, Alejandro Finocchiaro, enfatizó la necesidad de orientar la
educación hacia las posibilidades no desarrolladas de la Argentina, como, por
ejemplo, producir especialistas para aprovechar el vasto litoral marítimo.
Un
par de día antes se había evaluado a 1.200.000 alumnos en 31.300 escuelas de
todo el país a través de las pruebas Aprender. Los resultados que este
operativo arrojó en 2016 mostraron, entre otras cosas, que el 90% de las escuelas
públicas tiene jornadas de cuatro horas (y hay que descontar los tradicionales
días de paro docente), que la mitad de los estudiantes secundarios no comprende
lo que lee, que siete de cada diez salen de la secundaria sin tener los
fundamentos básicos de las matemáticas. En sólo un año no es posible esperar
grandes cambios para 2017. Estas y otras cuestiones, como los paupérrimos
resultados en Lengua, podrían explicar por qué el gremialismo docente se opone
a esta evaluación. También habla de ellos, puesto que los chicos no se educan
solos.
Ante el estado de la educación argentina, cabe preguntarse
si un camino de salida es, como pareció desprenderse de las entusiastas
respuestas del ministro, la formación de especialistas. La insistencia a veces
eufórica en conceptos como “conocimiento” y “especialización” cae una y otra
vez sobre la educación prometiendo una panacea. ¿Pero es eso lo esencial de la
educación? Guillermo Jaim Echeverry, ex rector de la Universidad de Buenos
Aires y autor de una obra imprescindible, La tragedia educativa, suele recordar
al poeta griego Hesíodo que, en el siglo VII antes de Cristo, decía que educar
es ayudar a una persona a ser lo que es capaz de ser.
Y esto es lo que, entre sindicalistas belicosos y
funcionarios tecnócratas, nunca termina de aparecer en el centro de la
discusión. Agreguémosle la indiferencia de la mayoría de la sociedad (con una
masa crítica de padres a la cabeza) por la trascendencia de la educación, y los
resultados de las pruebas Aprender, PISA, o las que fuere, pueden cantarse de
antemano sin sorprender a nadie. De una manera sutil, la educación, en su real
significado e importancia, se convierte así en un derecho humano no atendido y
olvidado. Está bien movilizarse por una Justicia mejor. Pero la educación sigue
esperando, al margen del marketing oficialista u opositor. Siempre espera.
Transmitir conocimientos es importante, pero antes hay que
especificar qué se entiende por conocimiento. Si son habilidades tecnológicas y
datos puros y duros referidos a éstas, la apuesta resulta pobre. Con el furor
de innovar por innovar, que impulsa una carrera desenfrenada hacia ninguna
parte, todo conocimiento es vetusto mientras se lo absorbe. Se sabe mucho, y
perecedero, sobre algo y nada sobre mucho e importante. O, por el contrario,
conocimiento puede ser, como propone el pedagogo español Ricardo Moreno
Castillo (de quien recomiendo Panfleto antipedagógico, De la buena y la mala
educación y La conjura de los ignorantes), la transmisión de una cultura
filosófica, científica y literaria. Además de valores. Quienes carecen de esto
(y no sean provistos por la educación) caerán más fácilmente en
especializaciones limitantes o, peor, en fanatismos y sectarismos, como
advierte Moreno Castillo.
Mientras por distintas razones los involucrados (padres,
funcionarios, docentes) sigan mirando a la educación, cuando la miran, desde un
punto de vista utilitario, un manto de incertidumbre permanecerá sobre los
adultos de mañana. Más allá de sus roles y funciones (dirigentes, profesionales,
trabajadores) serán responsables de la sociedad en la que vivan y de cómo se
viva en ella. Generacionalmente, sus recursos serán muy pobres, aunque ellos
sean especialistas monotemáticos. Porque, para bien o para mal, los resultados
de la educación se expresan en el futuro. Una educación que se oriente sólo a
lo útil da ciertos resultados. Una que forme personas da otros. Las sociedades
eligen.
(*) Periodista y escritor
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