Por Fernando Savater |
Hace años solía asistir a reuniones de periodistas de
verdad, no aficionados como yo, que debatían algún asunto problemático de la
actualidad para ver cómo enfocarlo editorialmente de manera constructiva.
Se le
daban muchas e inteligentes vueltas a la cuestión, a veces hasta llegar a lo
que parecía un callejón sin salida.
Entonces mi añorado amigo Javier Pradera carraspeaba:
“Bueno, a ver qué se nos ocurre, pero nada de decir que debe buscarse una
solución imaginativa”. Y es que recurrir a esa fórmula ya raída o a otra
parecida encubre la falta de ideas presentándola como una respuesta concluyente...
que corre a cargo de otros.
Uno salva su alma enunciando lo que se necesita y
culpabiliza al prójimo por no proporcionarlo tal como se le indica.
Algo parecido ocurre cuando frente a un conflicto de
intereses de largo recorrido y que ya ha alcanzado un punto de encono grave,
incluso en ocasiones trágico, un alma inspirada afirma como quien ha
descubierto la piedra filosofal que hace falta diálogo.
O más diálogo, porque diálogo siempre hay, por él empiezan
precisamente las desavenencias. Lo que el diálogo puede resolver nunca llegará
a mayores, pero hay cosas que empeoran cuando se pretende dialogar sobre ellas
sin tomar en cuenta si se dan las condiciones, que son de tres clases: a) de
tema; b) de respeto mutuo a cierto marco común que no se pone en cuestión; c)
de cualificación de los interlocutores.
Los que a pesar de todo siguen repitiendo el mantra del
diálogo como si fuese un conjuro, bloquean las soluciones por miedo o pereza a
afrontarlas.
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