jueves, 15 de junio de 2017

Una niña

Por Fernando Savater
Para María

Ahora que la vida se ha hecho lenta y triste, nada acepto mejor que contemplar a los niños pequeños. “Quien piensa lo más profundo, ama lo más vivo”, dijo el poeta alemán. Yo no pretendo cavilar grandes profundidades (al contrario, intento nadar hacia la superficie), pero la vivacidad a veces chispeante y otras reticente de los críos me fascina, cómo decirlo mejor, me reconcilia momentáneamente con el valle de lágrimas. Este tinglado hueco o siniestro sólo funciona de veras cuando el paso lo marcan ellos…

Les veo ahora, en la Feria del Libro del Retiro. Unos corretean y otros desfilan formales junto a los mayores, curiosean lo que a nadie interesa, intercambian confidencias o retos que apenas entendemos. No es cierto que sólo los móviles les atraigan (aunque su vitalidad ame comunicarse, como es debido), porque también acuden al disfrazado de pingüino, al perro que mea subrepticiamente en la esquina de una caseta, al reparto de globos, los globos, los globos… hasta que uno se les escapa, tanto mejor. Y también a los libros. Pocas cosas les gustan tanto como los libros, sobre todo si aún no saben leer.

A mi caseta se acerca una madre con su niña de unos seis o siete años para que le firme un libro. Pregunto a la pequeña si le gusta leer y la mamá responde por ella que muchísimo. Para aclararme, la cría me ofrece el libro que lleva en su bolsita.

Tiene bonitas ilustraciones de la Roma antigua, pero ningún texto. Arqueo las cejas y ella me señala los espacios en blanco al final de cada página. “Son para escribir— dice. —El libro lo escribo yo”. La saludo en silencio: “Hola, Virginia. De modo que has vuelto… No te reconocía, tan chiquita. Necesitarás otra habitación propia. Y ahora también una buena conexión de wifi…”.

© El País (España)

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