domingo, 11 de junio de 2017

Cuando los libros ponían de buen humor

Por Guillermo Piro
En el cine la liviandad ya es un género codificado. La mitad de las películas nacen para hacer reír o para –como aclara Leonardo D’Esposito en el subtítulo de su Cincuenta películas para ser feliz, para “hacernos la vida más fácil”. Algo parecido pasa en la música, desde Despacito hasta los vals de Strauss, pasando por Obladi Oblada, de Los Beatles, son muchos los éxitos que tienen como único fin hacer un poco más feliz a la gente. 

Con los libros pasa otra cosa, no existe la comedia como género, en tanto que el concepto mismo de comedia nació con la literatura. Para distraerse, divertirse o entretenerse están los policiales y las novelas de amor o de aventura. Los libros rara vez ponen de buen humor, y cuando lo hacen es un objetivo secundario. Para ser considerada literaria, una historia debe hablar del sentido de la vida, o mejor de la falta de sentido, mientras que la alegría o la liviandad atenúan su fuerza, son una característica de cuya presencia incluso uno debería avergonzarse.

Pero no siempre las cosas fueron así. Hasta el siglo XVII la literatura servía también para estar contentos: las comedias griegas o latinas, el Decamerón de Boccaccio, el Orlando furioso de Ariosto, las comedias de Shakespeare, novelas como Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, Vid y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, incluso el Quijote nacieron con el fin explícito de hacer más ligera la existencia del lector. A partir del siglo XVIII el fin de la literatura pasó a ser instruir y emocionar, hablando de grandes dolores y sentimientos, o bien buceando introspectivamente en el alma humana. Si algo de la comedia sobrevive lo hace en la clandestinidad, como género menor y oculto.  Es como si el mundo editorial fuera reticente a la hora de codificar el género. En las librerías no hay una sección de “Comedias”. Se me dirá que tampoco hay una sección de “Dramas”, pero entonces diré que lo que hay es una grandísima sección, que abarca todas las disciplinas y todos los subgéneros, dedicada a los dramas.

Así que he aquí una lista, personal, desprolija, intuitiva, que consiguieron ponerme de buen humor (y que consiguieron poner de buen humor a unos cuantos): Viajes con mi tía, de Graham Greene; La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa; Triste, solitario y final, de Osvaldo Soriano; Las flores azules, de Raymond Queneau (en realidad cualquier libro de Queneau) Que levante la mano quien crea en la telequinesis, de Kurt Vonnegut (en realidad cualquier libro de Vonnegut); El hotel New Hampshire, de John Irving (pero también Doble pareja, o La epopeya del bebedor de agua); Un vestido de domingo, de David Sedaris; Una super triste historia de amor verdadero, de Gary Shteyngart; La versión de Barney, de Mordecai Richler; Una lectora nada común, de Alan Bennett; ¡Noticia bomba!, de Evelyn Waugh (o cualquier otra cosa que haya escrito Evelyn Waugh); Fiebre en las gradas, de Nick Hornby; Doña Flor y sus dos maridos, de Jorge Amado; La cofradía de los celestinos, de Stefano Benni (o ¡Tierra!, o Cómicos guerreros despavoridos); La isla de los pingüinos, de Anatole France;  El idioma de los gatos, de Spencer Holst; El hombre que fue jueves, de Gilbert K. Chesterton; El mundo es un pañuelo, de David Lodge (en realidad cualquier libro de Lodge). Naturalmente se trata de mi lista, cada uno puede ampliarla a piacere o más sencillamente declarar a mi lista una enumeración de infamias y elaborar la propia. A todos no nos hacen reír las mismas cosas.

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