domingo, 11 de junio de 2017

La mano invisible de Durán Barba

Por Jorge Fernández Díaz
Mauricio, hermano, ¡no hay que dejarse conducir por el círculo rojo! -le decía con vehemencia el ideólogo, recostado sobre aquel ardiente agosto de Olivos-. Te sostiene la popularidad, no un acuerdo político... Nuestras elites son demasiado arcaicas, y no entienden lo que pasa. Y los periodistas, menos". Revela Laura Di Marco en su trepidante biografía (Macri) la carta ganadora de Jaime Durán Barba durante aquella mañana decisiva: hacía unos meses el gurú había brindado una conferencia en San Pablo y había dicho que la presidencia de Dilma Rousseff tenía los días contados; los analistas brasileños lo refutaban explicando que la gobernabilidad estaba garantizada por un amplio acuerdo de partidos políticos.

Luego el ruinoso desenlace supuestamente probaba la tesis de Durán: en la era de la "política horizontal", donde el ciudadano se independizó por completo de la dirigencia, no hay acuerdos que valgan. A continuación, el inquisidor la emprendió contra el principal operador legislativo de Cambiemos, que traía esa propuesta directamente desde el Parlamento. Bajo la atenta mirada de Macri, Jaime le dijo en la cara: "Todos los congresos son un Borda. ¡Todos! Son manicomios, hablan entre ustedes y creen que el mundo es lo que ustedes creen. El Congreso es peligrosísimo, Mauricio".

La escena tiene relevancia histórica, porque registra el momento exacto en que la mesa chica del poder discute y rechaza la posibilidad de realizar un Acuerdo de la Moncloa, proyecto criollo por el que siguen bregando en vano radicales, peronistas e incluso miembros destacados de la Casa Rosada. Sobran también las anécdotas acerca de la aversión ecuatoriana por el radicalismo: lo considera en la intimidad un lastre de la "vieja política"; el Pro, en cambio, le parece una fuerza moderna, autosuficiente y "contracultural". Ya están planteados los asuntos nodales del modelo argentino: una entente parlamentaria y federal que jamás se realizará; una coalición gobernante que en verdad nunca funciona. Y un concepto polémico de fondo: la popularidad, esa dama caprichosa y cambiante, como único sostén de una administración sin mayorías, con una hipoteca a sus espaldas y rodeada por las mafias y los vicios culturales del chavismo. La idea de la "popularidad permanente" se asemeja a la cándida y a la vez peligrosa utopía de vivir eternamente en la fase inaugural del amor; esa grata obsesión arrebatada de los primeros meses que altera todas las hormonas, distorsiona la realidad, y que según las neurociencias no sólo es imposible de sostener en el tiempo: su estado crónico sería devastador para cualquier organismo humano. Pasar del enamoramiento al amor exige madurez y saber gestionar muy bien la seducción y la convivencia; colocar el vínculo en su lógica y no en su excepcionalidad. Y si sólo te sostiene la histérica popularidad, ¿qué serías capaz de hacer para no perderla? El populismo tiene una respuesta muy simple: cualquier cosa. El republicanismo la tiene un poco más difícil. La gobernabilidad en manos del peronismo ha resistido, con frecuencia, la hecatombe en las encuestas precisamente gracias al dispendio insustentable, y a los rasgos de transgresión institucional y de turbia prepotencia que lo han caracterizado. La gobernabilidad en manos de fuerzas republicanas que deben atenerse a las leyes, la prudencia fiscal y los buenos modales precisa siempre de pactos profundos de responsabilidad mutua. Hoy, a pesar de las penurias económicas, los sondeos sonríen al oficialismo, y entonces parece que la teoría de Durán Barba no necesita revisión.
Pero, ¿qué sucederá cuando, como a cualquier gestión, los números le sean realmente adversos? ¿La tormenta perfecta? Si a una pareja sólo la sostienen las buenas, ¿qué sucederá en las malas? ¿El derrumbe inmediato?

Es una lástima que Angela Merkel, una de las dirigentes más exitosas del planeta, se haya marchado tan rápido; tal vez podría haber debatido en una sobremesa con don Jaime Durán y contarle su propia experiencia: construyó una aceitada coalición con los socialdemócratas (tradicionales archienemigos), consiguió así una mayoría estable en el parlamento alemán y logró realizar las más espinosas reformas. Claro, en Berlín no reina ni acecha el kirchnerismo, y eso hace algunas diferencias, aunque no se sabe si a favor o en contra de una negociación perenne que calme los nervios de los inversores, se ponga por encima de resultados coyunturales, saque de su parálisis al Poder Legislativo y genere una cierta previsibilidad.

Estas controversias no disminuyen la inteligencia de Durán Barba, que es el hombre del momento no sólo porque se ha transformado una vez más en el gran estratega de la campaña electoral ni tampoco porque su mano invisible se vea en todas y cada una de estas reticencias macristas, sino porque acaba de clavar en el ranking de los más vendidos un libro brillante: La política en el siglo XXI. Una lectura atenta de este ensayo permite aproximarse a fenómenos verdaderamente novedosos de la sociedad, sacudida hasta el tuétano por la revolución tecnológica. Desde esas metamorfosis, Durán confirma el desgaste completo de las ideologías tradicionales y la despolitización del hombre común: "Hay más pobres consiguiendo un perrito para su hijo que leyendo a Lenin". Y demuele con cifras la clásica coordenada de izquierda y derecha: sólo el 20% de la población sigue sujeto a esas supersticiones, y nadie escucha en los iPods la Internacional ni la marcha peronista. "En las últimas décadas la gente tuvo acceso a una enorme cantidad de información, desmitificó a las autoridades, desarrolló un sentido común más agudo que el de las elites y perdió el respeto por el criterio de autoridad", recuerda. Las verdaderas conversaciones y los intereses reales de la calle están alejados incluso de los temas que la ciudadanía, siguiendo el deber ser, puntualiza ante los encuestadores. Todos somos hoy emisores desde que se han masificado los smartphones: la opinión pública tomó vida propia y es anarquizante, lo único permanente es la fugacidad, los votantes ya no son de nadie, los oradores no son escuchados, los aparatos partidarios no sirven para nada, y los dirigentes pescan en una pecera cerrada mientras el 80% de la sociedad nada en mar abierto.

El gurú presidencial critica a los que articulan discursos sin estudiar científicamente el campo de batalla y cita al politólogo Isaiah Berlin para describir dos personalidades antagónicas: el erizo y la zorra. En la primera categoría se inscriben los que "necesitan ordenar los acontecimientos históricos y los sucesos individuales para darles un sentido". Y en la otra, se encuentran quienes "tienen una visión dispersa y múltiple de la realidad, que no se angustian por integrarla dentro de una explicación coherente, y que perciben el mundo como una diversidad compleja, tumultuosa y contradictoria". El erizo representa el pasado: la verdad unívoca, una respuesta para cada pregunta, un ordenamiento de buenos y malos, creencias estáticas de sectas que se cierran en su pequeño paradigma y "se niegan a discutir las hipótesis que contradicen la doctrina del partido o las imaginaciones del líder". En este grupo se inscriben muchos simpatizantes del cristinismo, pero también algunos adherentes a Cambiemos. Allí late la grieta. Durán, por encima, insinúa que él pertenece a la estirpe de los zorros, que encarnan la curiosidad. Se trata, sin duda, de un zorro muy astuto para tener en cuenta.

© La Nación

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