domingo, 7 de mayo de 2017

La guerra por el relato

Por Gustavo González
Hay una utopía de la verdad. Desde el principio de los tiempos, quien logra convencer a los demás de que posee la verdad tiene poder. El poder de contar lo que pasó y lo que está pasando. El poder de que, si sabe eso, quizá conozca el futuro.

Los periodistas cobran por buscar verdades. Los empresarios pagan por encontrarlas. Los políticos dan la vida por convencer a los demás de que ya las tienen.

Pero las verdades verdaderas son excepcionales. Lo que sucede es que, en el afán de descubrir verdades, lo que se suele obtener en el camino son interpretaciones. Verdad termina siendo lo que la mayoría cree que es, y las mayorías tienen el hábito de cambiar de opinión con el tiempo. Montesquieu decía que lo que es verdad en una época es error en otra.

Hasta Colón, todos sabían que la Tierra era plana. Hasta Galileo, que el Sol y los planetas giraban en torno a la Tierra. Hasta Darwin, a nadie se le ocurría que los hombres descendieran de los monos.

En Corea del Norte, se enseña que su extinto líder Kim Jong-il fue el inventor de las hamburguesas y que el día de su natalicio se festeja en las grandes ciudades del mundo.

En los Estados Unidos, el 11% está convencido de que el hombre nunca llegó a la Luna. En Venezuela, la mitad le creyó a Chávez cuando aseguró que su cáncer había sido inoculado por el imperio norteamericano. En la Argentina, durante años una parte de la población repetía que casi no había inflación, porque no podía creer que el Indec mintiera. Y otra parte aún piensa que Cristina no se recibió de abogada, aunque se haya demostrado lo contrario.

El poder del hechicero. Entonces, si las verdades pueden ser circunstanciales o diferir según el lugar donde se cuentan, lo que vale es la voz del que interpreta los hechos. Quien imponga como veraz el relato será el hechicero aceptado por la tribu.

Los gobiernos lo saben bien: si no logran narrar la historia, otros lo harán por ellos, y nunca será tan bonita como la oficial. Y no se trata de imaginar mentes perversas que intentan someter a un pueblo. Pueden ser gobernantes que se creen hacedores de buenas noticias y pretenden que todos las conozcan y aprueben. Néstor y Cristina Kirchner soñaron un mundo sin periodistas. Se comunicaban sin intermediaciones molestas desde las tribunas, los medios oficiales y las cadenas nacionales. En los primeros años K, la verdad mayoritariamente aceptada fue la de funcionarios honestos, líderes que siempre militaron por los derechos humanos y respetuosos de la libertad de expresión.

El ADN macrista es más liberal y no supone ese control mediático. Pero, como otros gobiernos, conserva la tentación de evitar intermediarios en la comunicación con “la gente”. Además, supone que las redes sociales son el aporte que la tecnología acercó para tal fin.

Con razón, entiende que con las redes y los celulares la comunicación licuó lo que parecía estable y permanente. Jaime Duran Barba explica que debido a eso “la construcción de símbolos dejó de ser patrimonio de las élites y se puso al alcance de todas las personas”. La mayoría vive conectada, dando a conocer cada instante de su vida y filmando todo. Existen 863 millones de sitios. Facebook tiene 1.600 millones de usuarios. Twitter, 350 millones. WhatsApp, 1.200 millones. YouTube, mil millones. Un porcentaje importante de la Humanidad cuenta sus historias en las redes o replica las de los demás.

De hecho, hay miles de millones de personas en el mundo que por primera vez toman contacto directo y diario a través de esas redes con las voces de quienes los gobiernan. Antes sólo las escuchaban a través de los noticieros, tres veces por día. Viven en lugares donde no llegaban –ni llegan– los políticos ni los medios de comunicación. Para esas poblaciones, no había ni hay dilemas sobre la intermediación. Se enteran de los que le cuentan por internet.

Pero una cosa es contar y otra es instalar un relato con garantía de veracidad. Esa es la batalla que libran desde siempre los líderes políticos, pero hoy no sólo compiten con la intermediación de los periodistas, o de los analistas en general, sino con una sociedad que lleva adherido en su mano un celular capaz de probar o desmentir a un policía o un ministro.

La foto que ilustra esta nota es la del choque entre policías y docentes, cuando éstos pretendían instalar la “escuela itinerante” frente al Congreso. Las autoridades quisieron imponer el relato de que los sindicalistas no habían pedido permiso para instalarla, que muchos ni siquiera eran docentes y que habían herido a varios policías. La lucha por el relato duró pocas horas. Ganaron los maestros: “Los policías ejercieron una brutal represión, que recordó a la época de la dictadura, sobre maestros pacíficos que intentaban expresar pedagógicamente su reclamo gremial”.

Las imágenes que “probaron” eso fueron tomadas por los sindicalistas y no eran muy nítidas, pero alcanzaban para ver a uniformados avanzar con sus escudos y palos.

Los gremialistas pueden haber perdido la batalla comunicacional de las paritarias frente a una gobernadora con el 65% de imagen positiva, pero la opinión pública mayoritaria tiene posición tomada sobre quiénes son los malos y los buenos en una refriega entre policías y maestros.

Trump, Cristina y Macri entienden la importancia de las redes para comunicarse directamente con los ciudadanos y confían en su poder de transmisión. Pero parecen dudar de su real capacidad de instalación.

El estadounidense hizo campaña en Twitter, pero debate sobre la veracidad de su relato con el New York Times y el Washington Post, que le lleva contabilizadas 194 mentiras desde que asumió.

Los Kirchner fueron pioneros en comunicación directa, pero vivieron obsesionados con los medios tradicionales, primero con Perfil y luego con Clarín.

Macri cuenta con el equipo más profesionalizado de comunicadores digitales, pero antes de su último discurso en el Congreso llamó a doce periodistas para comprender mejor por qué los diarios lo criticaban tanto.

No son sólo ellos los que dudan de las redes como instaladoras definitivas de verdades. Facebook y Twitter están preocupados porque su crecimiento se estanca mientras son inundados por contenido basura, mensajes intrascendentes y simples mentiras. El mismo creador de FB, Mark Zuckerberg, considera que las redes no lo pueden todo: para entender a los demócratas desencantados, esta semana salió a timbrear en casas.

El relato M. Cuando Macri se lanzó a la política, y durante mucho tiempo, su imagen negativa no bajaba del 70%. En los estudios cualitativos de sus expertos, los encuestados lo describían como soberbio, inescrupuloso, menemista e hijo de un empresario que se hizo rico con los militares y con Menem.

 Diez años después, ese hombre llegó a Presidente. Ahora, los estudios cualitativos del oficialismo lo describen distinto: “Es eficiente”, “Se equivoca, pero no tiene problema en reconocerlo”, “Con la plata que tiene, no necesita robar”, “Es el que puede terminar de una vez con el kirchnerismo”.

En el medio pasó que la narración dramática del kirchnerismo se convirtió en parodia. Eso tal vez no hubiera sucedido si no fuera porque la crisis económica le quitó tolerancia a una mayoría que descubrió que las que antes resultaban verdades épicas se habían convertido en mentiras intolerables. Las imágenes de kirchneristas contando dinero o ingresando bolsos con dólares a un convento hicieron el resto.

El macrismo está luchando por imponer el relato de un gobierno de personas razonables dispuestas a acabar con la corrupción y gestionar con eficiencia, que quieren un país “normal”, integrado al mundo y con un crecimiento económico menor pero sostenible. Si no hubieran ganado, dicen, Argentina sería Venezuela. Si les va mal, volverá el populismo. Y volverá Ella.

Para imponerse, los relatos se deben asentar en hechos que sean percibidos como verosímiles. Los Kirchner no inventaron que durante años el país que manejaron creció a tasas chinas. El macrismo tampoco inventó a José López, Lázaro Báez o Ricardo Jaime, ni el descontrol económico que heredó.

Pero imponer un relato de época como lo tuvieron el alfonsinismo, el menemismo o el kirchnerismo es otra cosa. Hasta ahora el Gobierno logró instalar la disyuntiva de “nosotros o el pasado” para que al votante de octubre no lo guíe la economía sino la memoria.

El problema es que si la economía no termina de arrancar, tarde o temprano el centro neurálgico del cuerpo social pasará de la cabeza al bolsillo. Entonces, difícilmente alcancen los planes comunicacionales, las redes sociales y los CEO no contaminados con la vieja política.

© Perfil.com

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