martes, 18 de abril de 2017

En vez de partidos, figuras; en lugar de tribunas, mesazas

Por Pablo Mendelevich
Lilita Carrió tenía que dar cuenta de su decisión de subir a escena en la provincia de Buenos Aires o hacerlo en la Capital. 

Ella abrió el domingo, por fin, la temporada de definiciones electorales, algo que se espera que hagan en cascada, próximamente, otras figuras estelares de la política que también deshojan la margarita, como Sergio Massa o Cristina Kirchner.

No hubo un acto, un mitin como se decía antes, menos un comunicado o una conferencia de prensa en sede partidaria (que por otra parte nadie sabría adónde queda). Para anunciar que resolvió descartarse como candidata en la provincia (una próxima entrega aportará precisiones sobre la probable candidatura porteña), Carrió escogió el escenario político del momento, aquel donde el mismísimo Presidente había sido apostrofado por no ver -supuestamente- la realidad, la mesa de Mirtha Legrand. Mesa apodada por la conductora con el aumentativo del mueble vistas las taquilleras intercalaciones que allí se repiten de actores, periodistas, humoristas, vedettes, familiares de víctimas de la inseguridad y otros rubros, además del político, puestos a satisfacer los diversos apetitos del público con la garantía de que nadie hablará en difícil, nadie aburrirá con peroratas solemnes y habrá un aliviador rocío intermitente de frivolidad.

La telepolítica, se sabe, incluye un creciente cruce de reglas y ámbitos con el mundo de la farándula y es un fenómeno mundial, pero en la Argentina no debería ser apreciada al margen del individualismo explícito que caracteriza a la política. Cierto o no, los políticos dicen, traslucen, sugieren, que evalúan sus pasos como asuntos estrictamente personales, igual que como un actor organiza su carrera. Si hay instituciones mediadoras no se las ve. Los dirigentes de las primeras ligas sólo conjugan verbos en la primera persona del singular.

A diferencia de las flores, que animan todas las primaveras, los partidos políticos argentinos brotan en otoño cada dos años. Aparecen en la estación electoral, impostan protagonismo y vuelven enseguida -acaso la misma noche de los comicios- a encapullarse. Después ni siquiera interrumpen el estado vegetativo para rendir cuentas más o menos creíbles sobre lo que gastaron en las campañas, como lo exige la ley. Eso es algo de lo que se ocupa de manera formal el apoderado, poderoso firmante la noche de inscripción de candidaturas que el resto del año suele tener la autoridad de un sereno.

Desde luego, hay matices. Los radicales, por ejemplo, conservan algo de la costumbre de agitarse en comités. Pero es evidente que ningún sistema de partidos es eje de la democracia argentina como lo pretende la Constitución Nacional. De manera pomposa el artículo 38° los llama "instituciones fundamentales" de la democracia.

Fuera de temporada, mientras no hay trámites decisivos para hacer en su nombre, a los partidos los sustituye algo denominado "espacios". Un concepto gelatinoso que la Justicia Electoral desconoce por completo, porque no figura en ninguna ley. Es todo bien argentino: la ley va por un lado, la realidad por otra. Nada más sintomático que la política, arte que practican quienes guían a la Nación. Los partidos políticos se han convertido en un requisito legal en sí mismos, una formalidad de cartón para anotar candidaturas, listas, alianzas, para gestionar los subsidios del Estado destinados a solventar una parte de los gastos electorales (incluidas las inextinguibles boletas de papel), pero no funcionan, en general, como instituciones que administran el conflicto político, su razón de ser, ni son ámbitos donde se dirime la promoción de dirigentes con métodos meritocráticos.

Más aun, es bien sabido que hasta hay un mercadeo de partidos, sellos de goma que se alquilan para cumplir con las imposiciones legales. Muchos votantes, si se les preguntara, no estarían en condiciones de decir a qué partido votaron. Tan arraigado está el hábito de hablar de nombres propios.

Una noticia de estos días da cuenta, sin embargo, de un partido que ya eligió a sus candidatos para las elecciones legislativas. Lo hizo en un congreso, del que según la información oficial participaron 348 delegados de todas las provincias y de la Capital. Lo curioso es que se trata del partido más antisistema de cuantos tienen representación parlamentaria, el Partido Obrero. Mundo del revés: por lo menos en la apariencia el trotskismo que corta calles y autopistas con militantes encapuchados tiene un coeficiente de organicidad partidaria -y el consiguiente menor individualismo dirigencial- superior al promedio.

Sea con mesa chica o mesa grande el PRO exhibe cierto funcionamiento orgánico. Por lo menos el liderazgo interno de Mauricio Macri no responde en forma tan acabada al verticalismo personalista que caracteriza al frente de Massa o, más aun, al de Cristina Kirchner. Sin embargo, la falta de organicidad de la coalición gobernante que el PRO encabeza está todos los días en los diarios. Hasta es dable preguntarse qué sería de la cohesión oficialista si no fuera por el acecho desestabilizador, sistemático, ilimitado, del kirchenrismo. Las tiranteces de Lilita Carrió con Macri por el tema Lorenzetti o las quejas de los radicales de que se enteran de las decisiones oficiales por los medios muestran como mínimo que los miembros de la coalición no tienen un mecanismo para administrar las diferencias, aparte de su buena voluntad. Sin ir más lejos, Macri tuiteó ayer que respalda a Carrió en cuanto a las denuncias judiciales "que le han hecho" porque conoce su honradez y su calidad moral. Pero eso no cambia el hecho de que un miembro fundamental de la coalición gobernante (Carrió, posicionada individualmente como controladora de la calidad de la República) quiere derribar al presidente de la Corte Suprema contra la opinión de Macri. No parece un tema ornamental. ¿Se resolverá en una mesa de discusión o mediante un enfrentamiento público que según la propia Carrió pone en juego su candidatura porteña?

© La Nación

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